Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt: una lectura desde la omisión sistemática de las comunidades negras en su tratamiento como problemas raciales que un tema de estructura de poder.


Los orígenes del totalitarismo (1951), obra monumental de Hannah Arendt —filósofa política judeo-alemana exiliada en los Estados Unidos— constituye, sin duda, una de las piezas más influyentes del siglo XX en el estudio de los regímenes totalitarios, particularmente el nazismo y el estalinismo. Este texto ha sido canonizado como un referente crítico indispensable para comprender los mecanismos ideológicos, administrativos y simbólicos de los sistemas autoritarios modernos. No obstante —y aquí se abre una grieta epistemológica que urge ser pensada con rigor—, el marco teórico y la mirada genealógica de Arendt presentan una ceguera estructural en relación con la experiencia histórica de las comunidades negras, particularmente en el contexto colonial y poscolonial. Esta omisión no es accidental: es síntoma de un marco epistémico blanco-europeo que, en su afán por universalizar la historia del sufrimiento y la opresión, subsume, trivializa o borra la especificidad radical del sufrimiento negro.

El presente comentario académico —que se despliega en un registro técnico y comparativo entre filosofía y arte— parte de una interrogación: ¿hasta qué punto Los orígenes del totalitarismo puede ser leído no solo como un análisis del mal político moderno, sino también como un texto que participa, aun involuntariamente, en la reproducción de las jerarquías raciales que pretende denunciar en otros contextos? Para abordar esta pregunta, será necesario tensionar conceptos como “desposesión”, “superfluidad”, “desarraigo” y “animal laborans” en el pensamiento arendtiano, en diálogo con producciones artísticas de matriz negra —como la obra de Kara Walker, el cine de Steve McQueen o la música de Nina Simone— y con tradiciones filosóficas afro-diaspóricas —como la crítica decolonial, la afro-pesimista y la genealogía del racismo estructural—.

Debemos puntualizar primero que Arendt define el totalitarismo como una novedad política radical: un régimen que no se limita a la opresión o la dictadura —formas “tradicionales” del autoritarismo—, sino que busca la dominación total de los sujetos, la destrucción del espacio público, la aniquilación del individuo como portador de derechos y, finalmente, la eliminación de toda espontaneidad. Conceptos clave —como el de “superfluidad” humana o el de “atomización” social— permiten a Arendt construir una imagen del sujeto moderno como víctima de una maquinaria impersonal, donde la ideología y la burocracia operan como dispositivos de aniquilación.

Sin embargo —y esta es una de las paradojas fundamentales del texto—, Arendt sitúa el origen del totalitarismo exclusivamente en la genealogía europea: antisemitismo moderno, imperialismo europeo, descomposición del Estado-nación. Si bien dedica un capítulo al imperialismo, su lectura es marcadamente “eurocéntrica”; el colonialismo se analiza como una prefiguración del totalitarismo en tanto que experimento administrativo —por ejemplo, en Argelia o en la India británica—, pero no como un régimen racializado estructuralmente fundado en la deshumanización de los cuerpos negros. No hay mención sistemática ni de la esclavitud atlántica —como tecnología biopolítica de larga duración—, ni de la trata, ni de las revueltas negras, ni del pensamiento anticolonial africano o caribeño. Arendt, en suma, conceptualiza la desposesión sin aludir a la experiencia más radical de desposesión moderna: la del esclavo negro, convertido no solo en homo sacer, sino en mercancía absoluta —cuerpo sin sujeto, sujeto sin mundo.

La noción de “superfluidad” —central en el análisis de Arendt— remite a la condición de aquellos seres humanos que, por decisión política, “se tornan prescindibles, reemplazables, invisibles; es decir: aquellos cuya vida no tiene valor de ser vivida”. En este sentido, Arendt acierta al identificar el totalitarismo como una forma extrema de abandonamiento jurídico-existencial. Pero cuando se observa esta noción a través de las producciones artísticas afro-diaspóricas, el marco arendtiano se revela insuficiente.

Tomemos, por ejemplo, la obra visual de Kara Walker, quien, mediante siluetas victorianas, representa escenas de violencia sexual, trabajo forzado y desmembramiento durante la esclavitud. Estas imágenes —crudas, alegóricas, provocadoras— no solo denuncian la brutalidad histórica de la esclavitud, sino que señalan cómo esa violencia se inscribe en los cuerpos negros como una herida ontológica. ¿Dónde está esta memoria del sufrimiento en el texto de Arendt? ¿Por qué la condición de los pueblos negros esclavizados —cuya experiencia de “superfluidad” precede cronológicamente al Holocausto— no es tematizada?, sería dos preguntas principales que uno puede deducir cuando leer el libro de la filósofa.

O consideremos el filme 12 Years a Slave (2013) de Steve McQueen, donde el protagonista, Solomon Northup, es capturado y vendido como esclavo en los Estados Unidos, pese a ser un hombre libre. Este relato —basado en hechos reales— muestra cómo la estructura legal misma del Estado democrático puede servir como dispositivo de deshumanización racial. En este contexto, la noción arendtiana de “apátrida” queda corta: el problema no es la pérdida de ciudadanía, sino la ontología racializada —siempre voy a subrayar al momento de concluir con el texto de Arent—que determina a quién se le permite ser ciudadano. En otras palabras, el negro nunca fue ciudadano en los términos modernos del contrato social —y por tanto, nunca fue sujeto de derechos en el sentido liberal que Arendt presupone.

Un segundo punto a tratar someramente es que, desde el pensamiento de autores como Frantz Fanon, Saidiya Hartman, Achille Mbembe o Frank B. Wilderson III, se puede trazar una crítica más radical al marco arendtiano. Fanon, en Piel negra, máscaras blancas, ya había advertido que el colonialismo no es solo una forma de dominación política, sino una reconfiguración profunda de la subjetividad, una violencia que opera en el plano del deseo, del lenguaje, del cuerpo. Saidiya Hartman, por su parte, ha desarrollado el concepto de “violencia de archivo” para referirse a la forma en que la historia de los esclavizados ha sido sistemáticamente borrada, deformada o estetizada desde perspectivas blancas. En esta línea, podríamos afirmar que el texto de Arendt participa —por omisión, por silencio, por ceguera teórica— en esa misma violencia.

Por otro lado, Frank Wilderson, uno de los principales exponentes del afro-pesimismo, sostiene que “el sujeto negro está ontológicamente excluido de la comunidad política moderna”; no es que esté fuera del Estado, sino que el Estado se constituye a partir de su exclusión. Desde esta perspectiva, el totalitarismo no sería una anomalía histórica —como lo plantea Arendt—, sino la lógica estructural de la modernidad racializada: una modernidad fundada sobre el trabajo esclavo, la expropiación colonial, la necropolítica racial. El Holocausto —horror inmenso, sin duda— no sería entonces una excepción, sino una continuación de tecnologías de muerte ya aplicadas en los territorios colonizados: campos de concentración en Namibia, experimentos médicos en Haití, exterminios sistemáticos en el Congo belga.

Debo concluir este comentario puntual que si bien es cierto mi perspectiva lectural ha sido abordado con más extensión y detalle por otros teóricos, debo señalar —a pesar de los puntos controversiales expuestos— que Los orígenes del totalitarismo es una obra fundamental, pero también insuficiente. Su potencia diagnóstica en lo que respecta al análisis del nazismo, el estalinismo y la crisis del Estado-nación— no debe hacernos perder de vista sus límites teóricos. La ausencia sistemática de las comunidades negras no es un olvido cualquiera (subrayo): “es la expresión de un horizonte político-filosófico que aún no ha sido suficientemente interrogado”. Arendt, al universalizar la experiencia judía como paradigma del sufrimiento moderno, repite —aunque desde otro registro— la invisibilización del dolor negro. No se trata de disputar memorias o jerarquías de victimización, sino de reconocer que hay historias que han sido excluidas incluso de los relatos críticos.

Así, releer a Arendt desde el arte afro-diaspórico, desde la estética del duelo y la herida, desde la teoría crítica negra, no implica cancelarla, sino descentrarla —poner en crisis sus presupuestos, interrogar sus silencios, multiplicar sus márgenes. Solo desde esa lectura oblicua, desde ese hiato entre filosofía y arte, entre historia y experiencia racializada, es posible construir una crítica verdaderamente radical del totalitarismo: una crítica que no solo denuncie el mal absoluto, sino que también revele el racismo estructural como su forma más persistente, más global y más negada.

 

Referencias

Arendt, H. (1951). The Origins of Totalitarianism. Harcourt, Brace.

Fanon, F. (1952). Peau noire, masques blancs. Éditions du Seuil.

Hartman, S. (2008). Lose Your Mother: A Journey Along the Atlantic Slave Route. Farrar, Straus and Giroux.

Mbembe, A. (2003). Necropolitics. Public Culture, 15(1), 11–40.

Walker, K. (2007). My Complement, My Enemy, My Oppressor, My Love. Walker Art Center.

Wilderson III, F. B. (2020). Afropessimism. Liveright.

McQueen, S. (Director). (2013). 12 Years a Slave [Film]. Regency Enterprises.

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