La era del vacío de Gilles Lipovetsky en la construcción de la arquitectura narrativa de Infinte Jest de David Foster Wallace: una reflexión desde la apariencia del ser.
En La era del vacío
(1983), Gilles Lipovetsky expone en resumen un
paradigma sociocultural signado por la disolución de los grandes relatos, la
evaporación del sujeto fuerte y la hegemonía de una subjetividad hedonista,
autorreferencial y ligera, estas características que se ajustan a la idea de
posmodernismo nos servirán para proponer una interpretación y relectura de la
historia cultural. Por ello, el individuo posmoderno —afirma Lipovetsky en este
texto en particular— ya no busca sentido en la historia, en el proyecto
político o en la trascendencia, sino en la inmediatez narcisista del consumo y
del espectáculo del yo, en la actualidad desarrollado para ser positivizado, ideologizado
—como afirma insistentemente Žižek— y modélico. Entonces la libertad ya no es una
conquista ética, sino una libre fluctuación de signos y deseos
desproblematizados porque ser/problema es sinónimo de negatividad, pesadez —pienso
en Kundera— y no efímero y no fluidez.
Ante las ideas expuesta
en el primer párrafo, he querido ampliar la reflexión analizando la obra más
importante de David Foster Wallace, Infinite Jest (1996), texto que no
sólo representa esa misma sintomatología cultural expuesta em el libro de Lipovetsky
ya citado, sino que la encarna estructuralmente mediante el caos, las aperturas
inconclusas y la aparente desarticulación episódica. Por ello, su narrativa no
ilustra la posmodernidad líquida (Bauman) sino la performática: el aparente
caos enciclopédico, su fragmentarismo extremo, su obsesión con la adicción y el
entretenimiento como núcleos patológicos, la novela del norteamericano se
convierte, entonces, en una alegoría del individuo contemporáneo como superficie
disipada, como eco de una interioridad ausente síntoma de nuestro tiempo.
Para Lipovetsky, el
narcisismo posmoderno no implica amor propio sino desposesión interior. El yo
se vuelve espectáculo vacío, perdido en la autorreferencia y construido desde los
medios de comunicación banales, hoy en día individualizado, adictivos y prótesis
tecnológica del ser. En Infinte Jest, esta idea se materializa en la
figura del personaje principal, Hal Incandenza: un joven prodigio del tenis y
del intelecto, incapaz de establecer vínculos afectivos auténticos, atrapado en
una existencia donde la competencia, la lexicomanía y la estética del rendimiento
han borrado toda interioridad significativa y reconocimiento de su propio ser. Hal
—como construcción del narcisismo posthistórico— es incapaz de comunicar lo
esencial y relacionarse con su entorno, recordemos ese capítulo —para ejemplificar—
que empieza a sudar y tartamudear ante la entrevista de su seleccionador de
tenis; su célebre mutismo emocional, sus crisis existenciales no verbales y su
progresiva desconexión de lo real, ilustran lo que Lipovetsky llama “la
privatización de lo trágico”, es decir, la interiorización individual de lo que
antaño era drama colectivo que considero hoy superado en creces por el desarrollo
de los medios tecnológicos. La catástrofe, en Wallace, entonces, ya no es un
evento, es una atmósfera constante, repetitiva y perjudicial en el ser, reflejo
de nuestro vivir agudo.
Por ello, la médula
alegórica de Infinite Jest es, sin duda, el filme titulado The
Entertainment: una obra tan adictiva que quienes la miran pierden todo deseo de
vivir, salvo el deseo de volver a verla. En esta figura bien construida se
cifra el núcleo de la crítica cultural de Wallace: la transformación del arte y
del ocio en dispositivos de anestesia total, en su tiempo, concretizado por la
televisón y hoy por el celular. Por otro lado, Lipovetsky ya había anticipado
esta lógica: el sujeto vacío necesita estimulación constante para evitar el
enfrentamiento con su propia falta de sentido, en este punto esencial subrayado,
reflexiono y aporto, que el sujeto posmoderno sea eminentemente aburrido y evite
constantemente el estado de letargo mediante su hiperactividad para entender el
tiempo como efímero y sin memoria, síndrome de nuestra felicidad posposmoderna.
Esta “sociedad del espectáculo” —ya advertida por Guy
Debord (1967), lejos de emancipar, encierra al individuo en una prisión de goce
sin deseo, de estímulo sin finalidad hasta perder la idea de su propio ser
responsable de su contexto y de una razón comunitaria. Por ello, el
entretenimiento se convierte en el opio del sujeto narcisista, incapaz de
sostener el peso de lo real.
En torno a la estructura
de Infinite Jest es deliberadamente caótica —como se ha insistido en este
artículo desde el inicio—, una narrativa fragmentada, sin centro visible,
plagada de digresiones, notas al pie innecesarias y bifurcaciones sin
resolución que produce en el lector el aburrimiento, el desentendimiento y el
esfuerzo de lectura como si fuera una novela del siglo XIX. Por ello, puedo sostener
que esta forma narrativa no es una propuesta postmoderna sino una poética del
vacío. Sustento que el texto reproduce en su forma lo que Lipovetsky denuncia
en lo social: la pérdida de teleología, la disgregación de la continuidad, la
hiperfragmentación del tiempo y del yo, lo único que desafía Wallace, en este
caso, ante lo señalado es que lo lleva al hartazgo. Por el contrario, Lipovetsky
entiende, ante esta aseveración, al individuo hipermoderno como “un zombi feliz”;
por ello, Wallace construye —para ajustarme a la terminología y el asunto en
reflexión— una novela-zombi: animada por una energía textual inabarcable, pero
atravesada por una melancolía estructural que impide toda clausura tradicional
ya experimentada por Pynchon unas décadas pasadas. Su literatura, en este
contexto, no busca representar una totalidad perdida como lo haría Proust, pero
esa es otra discusión con paradigmas diferentes, sino exhibir los escombros de
la narrativa como los únicos restos posibles de sentido y condenar al lector
por no saber confrontar su construcción inútil y aburrida hasta el hartazgo.
Por otro lado, debo
adjuntar, ya para finalizar, en la reflexión que Lipovetsky es pesimista sin
ser un trágico tradicional —pienso en los griegos trágicos—: su
diagnóstico está teñido de una fría lucidez sociológica que otorga composición a
su reflexión. Foster Wallace, en cambio, construye una ética desde el abismo y
si existe una esperanza en Infinite Jest no se halla en la superación
del vacío, sino en el reconocimiento radical del mismo. Allí que la redención
—si puede llamarse así para darle una explicación teleológica— no está en el
éxito narrativo ni en la crítica moralizante, sino en la voluntad de narrar a
pesar del desmoronamiento paulatino e infinito sin ninguna posibilidad de
salvación del propio ser, allí que surge la idea de suicidio como solución constante
en el ser en la mayoría de sus textos. En este sentido, David Foster Wallace no
refuta a Lipovetsky, como se podría pensar, sino lo continúa, lo dramatiza y,
finalmente, lo subvierte; por ello, considero —desde mi propuesta académica
desarrollada en extensión y singular— que el escritor norteamericano no es posmoderno
sino posposmoderno. Entonces sí La era del vacío nos condena a una
existencia narcisista, inauténtica y despolitizada, Infinite Jest responde
con una estética del exceso, de la conciencia torturada y del sufrimiento como
lugar de resistencia.
Deseo concluir este artículo
de ideas diversas e innecesariamente extenso que la convergencia entre
Lipovetsky y Foster Wallace —espero no antojadiza— revela la potencia de la
ficción como instrumento de diagnóstico cultural siempre pensado y comprometido
desde sus primeros libros. Infinite Jest es más que una novela monumental,
es un artefacto ético en la era del nihilismo liviano, imperceptible para vulgo
común y normatizado. Por ello, su lectura de la subjetividad no se limita a la
denuncia sino explora el precio de habitar un mundo donde toda profundidad ha
sido vaciada, no por la violencia, sino por la indiferencia al otro y su
comunidad. Insistiré entonces que si La era del vacío describe la
superficie, Foster Wallace nos lleva al subsuelo de esa superficie que es la
era de la transparencia, del espectáculo y del hedonismo “cool” positivizado;
su novela es una broma, sí, pero infinita: una risa estrangulada que reverbera
en la imposibilidad de vivir sin sentido, pero también en la imposibilidad de renunciar
a la búsqueda de un horizonte utópico o, tal vez, elegir la autodestrucción: el
propio suicidio, como senda de salvación.
Bibliografía
Lipovetsky, Gilles. La
era del vacío. Anagrama, 1986.
Wallace, David Foster. La
broma infinita. Mondadori, 2009 [1996].
Baudrillard, Jean. La
transparencia del mal. Anagrama, 1991.
McGinnis, Rick.
"Wallace and the Infinite Jest of American Despair." Postmodern
Culture, 2003.
Jameson, Fredric. El
posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Paidós, 1991.
Kundera, Milán. La insoportable
levedad del ser. Tusquets, 1997.



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