Pensar hasta el suicidio: una lectura desde las ideas de George Steiner para entender la muerte de David Foster Wallace
¿Es posible que el pensamiento —en su forma más aguda, más autocrítica, más lúcida— devenga en tristeza; y que esta tristeza, a su vez, ¿devenga en silencio o incluso en muerte? ¿Puede el exceso de sentido desbordar el alma hasta quebrarla? Este ensayo —de tono confesional, filosófico y analítico— se articula alrededor de una hipótesis lacerante: el suicidio de David Foster Wallace, escritor posposmoderno estadounidense, no fue un acto de desesperación individual solamente, sino la manifestación terminal de una condición intelectual del mundo contemporáneo; condición que George Steiner —ensayista, filósofo, filólogo y crítico cultural— anticipó y analizó con elegancia trágica en su célebre ensayo Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (2005).
Desde un abordaje
interdisciplinario —que entrelaza política, sociología, psicoanálisis, pintura,
cine, literatura y filosofía— este trabajo propone que tanto Wallace como
Steiner habitan los márgenes de una tradición en extinción: la del pensamiento
humanista, tensionado por la aceleración tecnocientífica, la banalización
cultural y la clausura metafísica del sentido. En otras palabras, ambos
representan —aunque desde registros distintos— la melancolía de la razón
crítica ante su inminente aniquilación.
Steiner no escribe desde
el optimismo progresista del ilustrado, ni desde la ironía posmoderna del
relativista: escribe —como lo hiciera Walter Benjamin en su último tren hacia
Portbou— desde el crepúsculo de una civilización que ha perdido su pacto con la
trascendencia. En su ensayo Diez (posibles) razones…, Steiner se
pregunta por qué pensar entristece, y responde, entre otras, con estas
intuiciones radicales:
El
lenguaje como promesa fallida: pensar implica articular lo indecible,
domesticar lo caótico con palabras; sin embargo, el lenguaje es, como señaló
Wittgenstein, una prisión tanto como una herramienta. Steiner afirma: “Sabemos
que las palabras nos traicionan” —lo que ya anticipaba Mallarmé cuando decía
que el mundo existe para acabar en un libro—; pero ¿y si ni siquiera el libro
puede ya redimirnos?
El pensamiento es
herencia de la muerte: pensar es saberse finito. La conciencia del límite, de
la muerte, atraviesa todo pensamiento profundo. En palabras de Steiner: “Toda
meditación auténtica es una elegía”.
La bancarrota de las
promesas utópicas: desde Platón hasta Marx, el pensamiento buscó transformar la
realidad; pero Auschwitz, Hiroshima y el Gulag son pruebas fehacientes de que
el pensamiento, lejos de redimir, puede también exterminar. Pensar —en este
contexto— es también cargar con la vergüenza histórica de la razón.
Steiner —como Adorno en Minima
Moralia— diagnostica un mundo donde la cultura ha sobrevivido a la
civilización, pero ha perdido su poder redentor. ¿Cómo no entristecerse?
Por su parte, Wallace es
el heredero terminal del proyecto ilustrado: un escritor desbordado por su
propia lucidez, encerrado en una hiperconciencia paralizante. Infinite Jest
(1996), su obra más monumental, no es solo una crítica a la cultura del
entretenimiento, sino una cartografía de la angustia en la era de la
sobreinformación. En sus palabras: “El problema no es que tengamos demasiada
información, sino que no sabemos qué hacer con ella” —reflejo claro de una
sociedad sometida a la entropía cognitiva.
Wallace, como Hamlet
posmoderno, no puede actuar. Su ironía no libera, sino encierra. En su célebre
discurso This is Water (2005), pronunciado poco antes de su suicidio,
define la libertad como la capacidad de elegir en qué pensar. Pero ¿y si el
pensamiento mismo es un veneno? ¿Y si la hiperreflexividad conduce al colapso?
La tristeza de Wallace no
es una depresión clínica únicamente —aunque lo fuera también—, sino una
tristeza estructural: la de quien no puede dejar de pensar, pero tampoco puede
transformar el mundo con ese pensamiento. Su suicidio —en este contexto— es un
gesto filosófico, incluso estético: un último acto de control ante un entorno
que lo sobrepasa.
Desde la perspectiva
sociológica y política, la tristeza del pensamiento puede leerse como un
síntoma del fracaso de las promesas modernas de autonomía y sentido. Como
señala Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio (2010), vivimos en un
régimen de autoexplotación: ya no hay un Otro que nos reprima, sino un Yo que
se exige éxito, felicidad, productividad —todo el tiempo. La depresión y el
suicidio son hoy, como dijera Durkheim en su Suicide (1897), patologías
sociales antes que individuales.
Wallace se suicida
—paradójicamente— en una sociedad que lo ha elevado a ícono cultural. Su gesto
recuerda al de Virginia Woolf o al de Cesare Pavese: intelectuales para quienes
la lucidez devino insostenible. En Las palabras y las cosas (1966),
Foucault anuncia “la muerte del hombre” como categoría epistémica. ¿Y si el
suicidio de Wallace es su confirmación empírica?
El pensamiento —en esta
era— ha sido despolitizado; ha perdido su función crítica. Como señala
Rancière, hemos pasado de la política del disenso a la estética de la gestión.
Wallace ya no puede hablar: el ruido de la cultura lo ha desbordado. Steiner ya
no quiere hablar: el lenguaje ha perdido su promesa. Ambos —por caminos
distintos— encarnan la tragedia de una época que ha dejado de pensar el pensamiento.
La tristeza del
pensamiento no solo se expresa en palabras: tiene también su iconografía. En la
pintura, pensemos en Melancolía I de Durero (1514): el ángel caído que,
rodeado de instrumentos matemáticos, no puede crear. Su rostro es el de
Wallace, es el de Steiner: el rostro de quien ha visto demasiado. En el cine,
Tarkovski —en El espejo (1975) o Stalker (1979)— encarna la misma
imposibilidad de reconciliar el alma con el mundo: los personajes habitan
ruinas simbólicas, como las de Wallace, como las de Steiner.
La melancolía —según
Freud— es el duelo que no termina, la pérdida sin objeto. Wallace no llora por
algo que ha perdido, sino por algo que nunca llegó: un sentido en el que creer.
Steiner —más trágico aún— llora porque supo que existió, pero ya no lo ve.
Entonces, ¿qué nos queda,
entonces, tras la tristeza del pensamiento? ¿Un cinismo funcional? ¿Una estetización
del colapso? ¿O quizá, como sugiere Steiner en el último de sus motivos, una
“esperanza negativa”: la idea de que, pese a todo, el pensamiento —en su misma
tristeza— es todavía resistencia?
David Foster Wallace no
sobrevivió a esa tristeza; Steiner, en cambio, decidió narrarla hasta el final
—como un testigo del naufragio. Ambos nos confrontan con una pregunta
filosófica esencial: ¿vale la pena pensar, aun sabiendo que pensar duele?
La respuesta no es
teórica, sino ética —y estética. Tal vez, como dijera Camus, el verdadero
problema filosófico no es Dios ni la libertad, sino el suicidio. Y responderlo
—como lo hicieron Wallace y Steiner— exige un coraje que no todos poseemos.
Bibliografía general:
Adorno, T. W. (2005).
Minima Moralia. Verso.
Benjamin, W. (2008).
Iluminaciones. Taurus.
Durkheim, E. (1897). El
suicidio. Akal.
Foster Wallace, D.
(1996). Infinite Jest. Little, Brown.
Foster Wallace, D.
(2005). This is Water. Little, Brown.
Foucault, M. (1966). Las
palabras y las cosas. Siglo XXI.
Freud, S. (1917). Duelo y
melancolía. Obras Completas, Vol. XIV.
Han, B. C. (2010). La
sociedad del cansancio. Herder.
Rancière, J. (2004). El
desacuerdo. Ariel.
Steiner, G. (2005). Diez
(posibles) razones para la tristeza del pensamiento. Siruela.
Wittgenstein, L. (1922).
Tractatus Logico-Philosophicus. Routledge.



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