Crítica interdisciplinaria a El capital en la era del Antropoceno de Kohei Saito: tensiones, paradojas y vacíos reflexivos en torno al ecosocialismo decrecentista
En El capital en la
era del Antropoceno, Kohei Saito (Japón, 1987) ensaya una renovación
teórica de la crítica marxista —no desde una recuperación dogmática del
pensamiento de Karl Marx, sino desde una actualización radical de sus
coordenadas epistémicas frente a los desafíos del cambio climático
antropogénico—. A través de una lectura profunda de los cuadernos científicos
de Marx, Saito introduce el concepto de “metabolismo socioecológico roto”, a
partir del cual se estructura su defensa del ecosocialismo decrecentista como
alternativa racional —y necesaria— frente a la inviabilidad estructural del
capitalismo fósil.
No obstante, pese al
valor interpretativo de su propuesta y la pertinencia histórica de su crítica
al "productivismo rojo", el proyecto teórico de Saito incurre en
algunos vacíos problemáticos: una falta de articulación institucional-jurídica
de su modelo alternativo; una subestimación de las tensiones geopolíticas que
estructuran el orden global capitalista; una débil consideración de las lógicas
subjetivas del deseo y del consumo, y —no menor— una tendencia a la
hipostatización de Marx como única autoridad epistémica del pensamiento
ecológico radical, puntos que trataré de comentar puntualmente para otorgar una
lectura desde la tradición hasta una lectura acorde a estos tiempos.
Este ensayo tratará de desarrolla,
en consecuencia, una crítica técnico-argumentativa de la obra de Saito,
atendiendo a los ejes comparativos que proveen la filosofía política, el
derecho internacional ambiental, la sociología del desarrollo y la historia
crítica del pensamiento económico.
Primero debemos puntualizar
que la tesis central de Saito —que Marx no era un “productivista ingenuo”, sino
un pensador en proceso de transformación hacia una crítica ecológica del
capital— exige una relectura rigurosa de los cuadernos de Londres escritos
entre 1868 y 1882. Saito insiste en que Marx, influido por Justus von Liebig y
Carl Fraas, detectó en la ruptura del metabolismo entre sociedad y naturaleza
—el Stoffwechsel— la base de una crisis sistémica del capital que excede lo
meramente económico.
Desde una perspectiva
histórica, esta relectura de Marx dialoga con una tradición crítica que va de
Walter Benjamin —quien ya advertía del “progreso como tempestad”— a André Gorz
y John Bellamy Foster. Sin embargo, como bien sugiere Nancy Fraser (2022), una
crítica ecológica del capital no puede limitarse a las condiciones materiales
de la producción, sino que debe incluir las mediaciones institucionales,
culturales y afectivas que sostienen la reproducción social. Saito, en cambio,
desplaza el análisis hacia una interpretación eco-infraestructural de la
alienación, sin tematizar los dispositivos jurídico-políticos que consolidan el
extractivismo global.
Históricamente, esta
omisión es delicada: los tratados de libre comercio, el arbitraje internacional
de inversiones, el principio de soberanía permanente sobre los recursos
naturales —y el incumplimiento sistemático de los Acuerdos de París (2015)—
configuran un entramado legal que neutraliza cualquier “tentativa decrecentista”
en el sur global. ¿Cómo enfrentar, entonces, la contradicción entre metabolismo
ecológico y soberanía nacional en un sistema internacional estructurado por el
derecho de inversión y la deuda externa?
Desde el punto de vista
jurídico, la propuesta de Saito carece de un andamiaje institucional viable. Si
bien postula una "producción orientada a las necesidades" en lugar
del "beneficio privado" —en línea con las ideas de K. Polanyi sobre
el embeddedness económico—, no define con claridad qué marcos normativos
garantizarían dicha transición sin recurrir a formas autoritarias de
planificación estatal. La historia del siglo XX muestra con crudeza cómo el
socialismo planificado, desprovisto de mecanismos deliberativos y controles
democráticos, derivó en estructuras de dominación burocrática y represión
política.
En este sentido, autores
como Axel Honneth (2014) y Habermas (1992) insisten en que toda racionalidad
normativa ecológica debe estar mediada por procedimientos jurídicos legítimos y
consensuales —lo cual exige instituciones multilaterales robustas y estados
democráticos fuertes—. El libro de Saito, en cambio, esquiva la cuestión del
derecho: no hay referencia ni al principio de precaución, ni al principio de no
regresión ambiental, ni al derecho humano al ambiente saludable reconocido por
la ONU (2022).
Tampoco se ofrece una
propuesta clara respecto a la arquitectura financiera global. En un mundo donde
el 10% más adinerados de la población es responsable de más del 50% de las
emisiones de CO₂ (World Inequality Lab, 2023), cualquier programa decrecentista
requiere —además de ética— coerción legal. ¿Qué instituciones ejecutarían tal
reestructuración? ¿Cómo evitar que el decrecimiento se traduzca en mayor pobreza
en los países dependientes, sin un nuevo marco redistributivo global?
Saito afirma —con razón—
que la lógica de acumulación del capital genera una producción innecesaria de
bienes, una aceleración ecológica insostenible y una alienación estructural del
sujeto consumidor. Pero su lectura permanece centrada en la estructura
económica, sin penetrar en las formaciones deseantes que organizan la
subjetividad moderna. Como bien analizan Deleuze y Guattari (1972), el
capitalismo no sólo produce mercancías; produce deseo, modula afectos, moviliza
aspiraciones, captura imaginarios.
El decrecimiento, en ese
sentido, no puede plantearse únicamente como restricción material o
redistribución técnica. Requiere una revolución del deseo —una transformación
cultural radical— que no puede decretarse desde la teoría crítica, ni imponer
desde el Estado. ¿Cómo desactivar el goce libidinal del consumo sin caer en el
ascetismo moralizante? ¿Cómo construir nuevas formas de subjetividad no
extractiva, no posesiva, no competitiva?
La respuesta de Saito
parece confiar excesivamente en una pedagogía de la conciencia ecológica
—inspirada en el marxismo romántico— sin considerar las mediaciones
comunicacionales, simbólicas y tecnológicas que estructuran el imaginario
neoliberal. Tal como plantea Byung-Chul Han (2021), la positividad compulsiva
del sistema —donde todo debe ser optimizado, compartido, cuantificado—
dificulta cualquier repliegue racional hacia lo “suficiente”.
Uno de los puntos más
fecundos del libro es su crítica al “temporalismo progresista”. Saito no ve el
futuro como desarrollo lineal de las fuerzas productivas, sino como posibilidad
crítica —o catástrofe inminente—. En esta clave benjaminiana, el decrecimiento
no es sólo una necesidad ecológica; es una forma de detener la “máquina
infernal” del capital, de crear interrupciones históricas, de reencantar el
presente con una ética del cuidado.
Sin embargo, este giro
temporal no se articula con una teoría política del conflicto. La crítica
ecosocialista parece apostar por una especie de “racionalidad redentora” del
sujeto colectivo —el proletariado ecológico—, sin considerar la violencia
estructural de los procesos de transición. Como advirtió Carl Schmitt (1932),
no hay política sin antagonismo. Y como recuerda Giorgio Agamben (2007), el
umbral entre vida y poder es siempre un espacio de excepción.
Frente a esto, el decrecimiento
no puede eludir las preguntas difíciles: ¿quién decidirá qué necesita quién?,
¿qué mecanismos de legitimación, exclusión o coacción entrarán en juego?, ¿cómo
evitar que el "bien común ecológico" se imponga desde un
universalismo moral excluyente?
El capital en la era del
Antropoceno representa, sin duda, uno de los
esfuerzos más lúcidos y ambiciosos por revitalizar la crítica marxista desde
una perspectiva ecológica. Sin embargo, su apuesta por un ecosocialismo
decrecentista padece vacíos cruciales: ausencia de institucionalidad jurídica,
falta de articulación con las dinámicas del deseo, escasa problematización del
conflicto político y cierta nostalgia por una razón emancipadora sin
mediaciones.
Ciertamente, el reto del “Antropoceno”
no puede enfrentarse desde las coordenadas modernas de crecimiento, acumulación
y dominación. Pero tampoco puede resolverse sin instituciones, sin derecho, sin
subjetividad política y sin conflicto. Como recordaba Cornelius Castoriadis,
toda transformación radical requiere imaginación instituyente —no sólo crítica
de lo existente, sino creación de lo posible.
Saito ofrece el
diagnóstico. Falta ahora una praxis que articule justicia ecológica, democracia
radical y transformación subjetiva en un mundo cada vez más desigual, más
caliente, más incierto.


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