Terapia familiar: [Ctrl C = un vitamínico ribonucleico a favor de la soledad]
He
tratado, en mi corta vida, de rodearme de objetos que me aprisionen. Bajo el
precepto que un día me servirán he apiñado alrededor de mi cama: centenares de
libros, revistas y películas; manuscritos, botellas vacías de Jack Daniel’s, juguetes antiguos, discos
de vinilos y un centenar de lapiceros de colores que han sido clasificados
minuciosamente. Este síndrome de acumulación compulsiva del pensamiento humano se
puede explicar como la manera inútil de salvaguardar el olvido por medio del
objeto apreciado.
La
idea de perennizar el tiempo mediante un objeto lo asumió mi abuelo con sus
carros Ford y Chevrolet, mi abuela con sus madejas de lanas de colores, mi madre
con la ropa que le regalaban y acumulaba en sacos de arroz, mi hermana con sus
esmaltes para uñas o mi padre que coleccionó novelas policiales norteamericanas
que se exportaban en los años setenta. Cada objeto que los integrantes guardaron
celosamente fue una manera de justificar el poco interés que teníamos de
compartir coincidencias como familia. Todos vivíamos en un submarino amarillo
de The Beatles en un fondo de mar donde
gestábamos nuestro propio entendimiento de lo que debería ser nuestro universo
partiendo de la idea medieval antropocéntrica. No sé si nos volvió más egoístas
pero si más ensimismados y disciplinados al momento que realizábamos nuestra
actividad.
Nuestro
talento no se validaba con el reconocimiento entre nosotros ni muchos menos por
el entorno social. Pienso que la felicidad que entendíamos se denota en el arte
mismo de construir la soledad en el objeto apreciado. Esta felicidad solitaria
se había convertido de una forma extraña en nuestro propio fracaso como seres
humanos que deben insertarse a la sociedad para compartir su talento: mi abuelo,
hasta sus últimos días de su vida, defendió la idea que la modernidad no podía
acabar con la calidad que reflejaban los autos Ford, mi abuela se indignaba cuando le ponían fecha de culminación
para la chompa que tejía, mi madre escondía su ropa vieja y anticuada los fines
de años por el temor que sea quemada, mi hermana gasta mensualmente un dineral
comprando esmalte y así justificarse que Juan, su ex enamorado, volvería con un
nuevo color de esmalte que ella no posee, y mi padre que apiñó cajas sobre
cajas guardando ceremonialmente todas sus novelas negras norteamericanas.
Yo
me quejé y renegué de sus taras antes de verme al espejo y contemplar que cada
razón que ellos denotaban era una filigrana que brotaba como un amanecer dentro
de mí. No había creado un tiempo ni un ritmo para observarlos a cada uno e identificar
la esencia de su ser, su perspectiva de cómo entendía la vida en solitario y
cómo ellos me entendía a mí. Así, mientras construía imaginariamente una
cartografía para alejarme de sus vidas, perdía el don de la palabra y me eclipsaba
al silencio, prefería quedarme leyendo o escribiendo durante días antes que contemplar
el atardecer en una banca cerca al mar o presentía como todo se volvía gris
pero a la vez claro cuando reinaba el silencio a mi alrededor llegaba a la conclusión
que aquello que desestime de ellos era parte inherente de mi ser y mis acciones
de cómo entendía la vida y por qué no había forma de explicar la sensación de
alegría que se iba reduciendo y se ocultaba en las hojas de los libros como
tampoco había forma de explicar cómo ese universo de sin razón florecía frente
a mis ojos y me aprisionaba como lo había hecho antes con todos ellos: la felicidad reducida a la soledad.
Comentarios
Publicar un comentario