Una reflexión sobre Batman en un Taxi drive sin Robert de Niro
El primer álbum de
figuritas que llené fue el de Batman. El álbum estaba basado en la película de
Tim Burton que se estrenó en 1989 con el motivo del cincuenta aniversario de la
creación del personaje. En la cinta aparecía un joven y escultural Michael
Keaton y Jack Nicholson con su mítica y formidable interpretación de the jocker. Burton, por su parte, se
había arriesgado en cambiar el tradicional traje azul y gris por uno
completamente negro. Mi padre, extasiado por los afiches y los comerciales, me
llevó a ver la película, en el día de su estreno, en el único cine que existía
en la ciudad. Todavía puedo reproducir en mi mente como le brillaban los ojos cuando
the jocker incendiaba el batimóvil
mientras yo, acongojado, experimentaba la primera tristeza cinematográfica en
mi corta vida. Desde ese momento la imagen de Batman me acompañó el resto de mi
vida. Empecé a coleccionar sus cómics y ver, repetidamente, todas las películas
y series que se hicieron del personaje. Batman se convirtió en un estereotipo
de mi personalidad: el color negro invadió mi corazón como la soledad embargó
cada rincón de mi alma. Luego me empezó a gustar la idea de aborrecer la
sociedad, odiar los reconocimientos e inclinarme por la escritura para
enfrentar mis demonios y ser parte del ideal “de lo correcto” pero no inmutarme
al momento de negociar con la otra orilla por el solo motivo del bien común.
Esa ambivalencia de su moral al momento de ejecutar la justicia por sus manos,
su exilio voluntario por la soledad y el misterio que guardaba el entorno de su
vida personal me fue perfilando en ser mi propio hombre murciélago. No quería
ser una proyección del héroe de Bill Finger y Bob Kane sino deseaba encaminarme
a la decadencia, al ostracismo y la misantropía como forma de pensamiento y de
vida. Mi lectura y mi escritura también sufrieron marcadas influencias por el
misterio y lo policial. Asimilé a Poe, H. P. Lovecraft, Sheridan Le Fanu, Bram
Stoker, Arthur Conan Doyle, Baudelaire, Rimbaud y William Blake como extensiones
de mi vida. Mi escritura y mi reflexión de mi arte poética, por su parte,
partían de la lectura de la sección policial del periódico local y mi
insistente investigación sobre leyendas urbanas. Me encantaba conversar con
personas retorcidas o al margen de lo “establecido”, recrear en mi mente sus
malas decisiones y buscar una explicación de cómo podía encajar a estas personas y sus errores en mis historias.
Tenía un sinnúmero de anotaciones desordenadas en mi escritorio sobre historias
reales y escalofriantes que demostraban ¡cómo el ser humano podía en un
instante caer en el precipicio del infierno! Contraponer una historia
escalofriante con un personaje que se asemejaba a nuestro perfil es el ideal de
una buena historia. Buscaba que mis lectores descubrieran lo decadente que
podemos llegar a ser los hombres, indirectamente, en ciertos pasajes de
nuestras vidas. Tramar una escena de muerte de un personaje, decidir utilizar
la primera persona, empezar mi relato describiendo mi héroe como un ser
sociable y apacible pero con la angustia de encontrar la felicidad. Testigos
que afirman que es un ejemplo de persona por su carisma y caridad, una vida
rutinaria en un tiempo donde el consumismo es el principal depredador y una
linealidad que sirve para que el lector asimile la historia como suya. El
quiebre se produce cuando el deseo se apodera de su vida cotidiana. Una
adicción a estupefacientes, tormentos que proceden de la infancia y una culpa
que se concretizan, empiezan a fluir hasta que un suceso desencadena
esa maraña de oscuridad que todos nosotros guardamos en nuestros corazones. Rueda
el cortometraje: llega a su casa y encuentra a su mujer haciendo el amor con
otro hombre, saca la pistola y dispara sin contemplaciones a los amantes. ¿Por
qué no en el baño? Retrocedemos el relato. Abre la puerta y escucha cómo los
gemidos de su mujer se apoderan de toda la casa. Se dirige al baño y la encuentra
haciendo el amor con su amante. Dispara. La sangre contamina el agua
cristalina. Se sienta en el piso y empieza a recordar cómo su mujer
se convirtió en el amor de su vida. ¿Por qué no adicionar a su perfil que era
un alcohólico? pero un alcohólico diferente: la costumbre de tener semanas sin
beber pero cada cierto tiempo instalarse en un hotel para beber durante días. También llama a prostitutas en la noche para consumir, con ellas, varias líneas de cocaína. Este
sujeto, que llamaré Ulises Santamaría, por comodidad literaria, había
descubierto que su mujer lo engañaba y desde entonces, cada minuto que transcurría su vida
pensaba en el día que podría liberarse de la perturbación, de los traumas y ser
presa de la venganza. Con unos giros de tiempo aprendidos de Poe y con un
lenguaje llano y policial del gran escritor brasileño Rubem Fonseca, el cuento
alcanzaría su esplendor. Ese pacto entre lo moral y lo inmoral para alcanzar la
justicia se ha convertido en un tema insistente que fluye en mi escritura. Defiendo la idea que los asesinatos
pasionales, en la ética de las personas, son ilógicos pero no lo son en la motivación del asesino quien concretiza su trauma. Por ello, mi personaje se sienta en el
piso del baño para recordar la importancia del ser que ya no existe. Estoy
convencido que los seres humanos, cada cierto tiempo, ponemos fin a un ser para
dar nacimiento a otro que posee precauciones y traumas. Es entonces que la
inocencia se vuelve en mis cuentos un tema que fluye como características de
mis personajes como una forma de salvar la vida anterior. “Todos somos inocentes. Es la sociedad la que nos corrompe”,
afirmaba Jean Genet. Volvamos otra vez al texto y reemplacemos la descripción
del personaje por una escena sexual. Ulises Santamaría hace el amor con su
mujer mientras esta le jura que nunca lo dejará. Mi personaje describe la forma
como le hace el amor mientras el narrador interrumpe el relato con
descripciones de su cuerpo y el sonido que hace la mujer al ser complacida. “Entonces cogió sus cabellos, con sus manos fuerte, y sintonizó con
el ritmo de sus pechos que saltaban mientras éste le penetraba”. Una línea
descriptiva y erótica para atrapar al lector y abrir en su subconsciente la
seguridad de poder leer sobre el pudor o la posibilidad de concretizar sus
deseos mediante el enfrentamiento con el texto. En este punto, sobre la utilización
de la primera persona en mi escritura, Cortázar inclinó mi decisión porque
aporta verosimilitud y la posibilidad de vivir circunstancias que en mi vida cotidiana
no lo haría. Me produce satisfacción convertirme en un asesino despiadado o
en un investigador que está obsesionado con la muerte de una mujer en
circunstancias misteriosas. De esa dualidad que describo, líneas arriba, tiene
su origen la lectura de los cómics del hombre murciélago. Entorno a las
características de mis personajes me encanta que manejen lujosos carros
deportivos. Le dan prestancia, elegancia y sordidez pero soy meticuloso para que
no estén alejados de la realidad, por ello, la actitud de ningunear a “lo
establecido” socialmente. Me inclino a construir un personaje descentrado, desde su insatisfacción,
que se sumará a las consecuencias del desenlace funesto del relato. Todo relato
siempre tiene una historia secreta de escritura, un canon de lecturas, una admiración
de autores, traumas que afloran entre líneas, relecturas, reescrituras desde
otras perspectivas y una proyección de nuestros miedos y fantasmas que se concretizan
en el acto. Escribir es combatir el olvido de las situaciones mínimas que
dieron rumbo a nuestro destino. La mayoría de los seres humanos damos una
lectura de nuestra existencia por las circunstancias que nos marcaron o la
reconstruimos por circunstancias que creemos que han sucedido. La mentira se
convierte en verdad por medio de un mecanismo psicológico que nos otorga una paz
momentánea. Ese acto egoísta solo depara la felicidad del escritor pero no del
lector que la encuentra con su propia reconstrucción de su ser, como lo propone
Derrida, al momento de su lectura. Estoy convencido que el escritor propone un mecanismo inverso del
lector: “crea una verdad desde la mentira”. Cuando el universo ficcional ha
sido construido, el escritor lo hace valer como verdad al lector el cual, de
una manera misteriosa, acepta el pacto. Batman tal vez sea una excusa lacaniana
para explicar el arte de mi escritura o un regreso freudiano para darle sentido
a una trauma de niñez, pienso, mientras el taxista, que lleva mi moto en su
maletero, me confiesa que no sabe cómo deshacerse de su expareja. No quiere
darme la llave de mi propia casa. Sus hijos me han robado varias veces y cuando
discuto con ella empieza a romper mis electrodomésticos. No sabes cuántas veces
me han botado de departamentos porque esta mujer me hace escándalos. El tipo
empieza a templar y a ensombrecer su rostro. Los otros conductores empiezan a
mentarle la madre y las luces rojas no son impedimentos para seguir nuestra
trayectoria. No quiero explicarle sobre Batman, la escritura, los traumas
personales de mi infancia ni mucho menos de los sucesos similares que me han
suscrito a la condena social que "soy el
peor patán de la ciudad". El tipo habla y yo pienso en mi escritura mientras los
carros se entornillan unos a otros. Tengo cincuenta soles en el bolsillo,
pocas esperanzas de seguir viviendo y ningún
estímulo de finiquitar mi lectura de “Lacan y lo político” de Yannis
Stavrakakis. El cielo ceniza ennoblece al sol. El tipo avanza llevando mi moto
y nuestras desdichas a cuesta. El cielo ceniza ennoblece al sol y esconde algunas lágrima que son el aura de la desdicha.
Aun tenemos el álbum de Batman!
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