Pepe, el chileno.


Pepe era de esos niños inmensos que gobernaba con su sombra. Su cabello rubio por el sol y su caminar dinosaúrico eran también distintivos cuando nos percatábamos que otra vez había llegado tarde a la formación del día lunes. Pepe guardaba, en una mochila enorme, lo más preciado de un puñado de jóvenes descarriados por nuestras hormonas rebeldes: una pelota de futbol. Era lo único que llevaba al colegio pero era lo único que nos hacía feliz a los catorce años. Pepe era siempre el que se quedaba jugando hasta altas horas de la tarde y nosotros, extasiados por la alegría y el sudor, lo seguíamos como el pueblo de Israel que buscaba el paraíso terrenal. No nos importaba el almuerzo ni la tarea del día siguiente, importaba darle a la pelota y darle y celebrar, con una sonrisa que consumía el sol y el arenal, el gol del triunfo ante que caiga la noche en nuestros labios. Ese fue el principal motivo de cómo nos hicimos amigos por lo que nos restaba de nuestra educación secundaria. Planeábamos cómo evadirnos de las clases, no ir a las ceremonias cívicas patrióticas, pactar clásicos entre nuestros salones o, en peor de los casos, fusionarnos para jugar con grados mayores. Con el pasar del tiempo dejé de tenerle miedo a su aspecto de presidiario para apreciarlo por su sentimiento de protección. No recuerdo una pelea de Pepe con otro niño pero si recuerdo, en cambio, calmarnos por una gresca que se armó por la calentura del partido o agarrarse a puños con un niño de grado superior por el solo hecho de defendernos. Pepe era un tipo bonachón que lo que más quería era vernos alrededor de él siendo feliz aunque el mismo fuera el sacrificado. Pero lo bonachón no le servía para aprobar el grado por eso, al final del año, le obsequiaba mi cuaderno para que le arrancara la carátula y lo presentara como suyo. Nadie quería que repitiera de año porque el próximo seríamos infeliz. Tengo presente el recuerdo de los inicios del año y los rostros inciertos de los peloteros por saber que Pepe se formaría en nuestra columna o la de los niños que nos antecedía. Siempre era una alegría indescriptible verlo con su uniforme nuevo, sus zapatillas Reebok, talla 45, y su pelota en el brazo, el primer día de clases. Es así como lo recuerdo después de dieciséis años antes que lo volviera a ver en el paradero de autobuses de Iquique. Estaba gordo pero con la misma alegría que cuando salíamos alborotados, a las dos de la tarde, para jugar a la pelota. Pepe vivía en Chile hacía diez años. Cuando terminé el colegio y descubrí que podía leer a una voracidad impresionante no supe de él. Ingresé a la universidad, estudie literatura y me largué a Lima con el sueño de ser un escritor reconocido en mi país. Pepe se quedó sin sus amigos que jugaron a la pelota. En la extinción de la alegría descubrió el sabor duro de la madrugada y la decadencia que nos puede otorgar la ciudad. Pepe empezó a drogarse cada día de su vida con tanta voracidad que se le fue borrando esa alegría que se había proyectado hasta nuestro corazones. Me lo imagino sentado en la cabecera de la mesa, como la foto “Cara cortada” que tiene pegado en su cocina, arrumando, en el centro de la mesa, un cumulo inmenso de paquetes de pasta, y diciéndoles a todos sus nuevos amigos que se sirvieran porque con él podían ser también malamente felices. Lo imagino delirar y recordar los tiempos donde fue feliz con nosotros “los peloteros”, corriendo para coger la cancha más extensa o saltando muros mientras el sol abrazador nos curtía nuestra piel adolescente. Tirados en la cama, dieciséis años después, Pepe me ha confesado que no quiere regresar al Perú. No quiere recordar las calles por donde vagaba buscando qué robar y comprar más pasta. Puedo ver en sus ojos la pesadumbre de los miles de días en soledad, la desesperación de sentarse con un desconocido con el propósito de esnifar toda la tristeza del universo mientras yo, en una biblioteca solitaria, trataba de memorizar, ingenuamente, la poesía simbolista francesa. Siento que aquí, en la ciudad donde se hundió “La esperanza”, mi presencia le hace recordar que ese país, que detesta, fue feliz y yo fui parte de ese pequeño rastro de su historia personal. Pepe está casado con Liz, una boliviana, hace dos años, no tienen hijos pero ha adoptado a sus tres hijos como los suyos. Wendy, la hermana menor, Marlon, su marido, y sus dos hijos, Anaelena y Francesco, también viven con él. Llego a su casa y me presenta al resto de su familia: sus suegros, su cuñado Nathaniel y su cuñado Marcio, su mujer y su hijo. Somos diecisiete y si cuento él niño que vive en el vientre de su hermana seríamos dieciocho, digo para mis adentro. Pepe saca un trago y brindamos por mi llegada. Me pregunta sobre lo que he hecho en estos años, trato de no detallar mis vaivenes y le afirmo que me he dedicado a escribir y leer después que terminé el colegio. Marlo me cuenta que en Perú se dedicó a vender autos. Iquique es un cementerio de automóviles, aquí veras automóviles del año estacionados en cada esquina, me afirma. Marlo ganaba nueve mil soles mensuales por la venta de automóviles pero lo dejó para vivir con su familia en Iquique. Contemplo sus ojos y puedo sentir su insatisfacción de trabajar en una variedad de oficio que se emplean los peruanos en esta ciudad. En Iquique, Marlo, gana la cuarta parte de lo que ganaba en Perú. No puede dar a sus hijos todas las satisfacciones que tuvo cuando era joven. Tengo dos casas playas en Cerro azul que voy a vender y con el dinero quiero invertir en un negocio aquí. Puedo imaginarme viéndolo sentado frente al mar bebiendo unas cervezas, un fin de semana, después de haber una semana ardua en la universidad Ricardo Palma. Quiero trabajar de administrador, acá pagan cinco veces el sueldo mínimo que en Perú, me afirma. Llevo el vaso a mi boca y trato de no recordar porque huí del Perú. Ni Pepe ni Marlo saben de las imágenes que me persiguen cuando duermo o escribo. Siempre recuerdo los buenos momentos que pasamos y la última que la vi: parada frente a su  casa pude llegar a la profundidad de sus ojos: el rencor, la culpa y la incertidumbre. Nunca pensé que Sofía podía llegar a tomar esa decisión. Nunca pensé que Sofía podría decepcionarme de esa manera. Pepe no sabe que su rostro me perturba en las noches y es el principal motivo que no pueda dormir. Llegué a Chile para huir de su imagen. No quería caer en ese infierno que cayó Pepe. Él no lo sabe aunque siempre insiste en preguntarme qué me pasa.         Mi soledad es perceptible aunque trate de sonreír y decirle a todos los que viven conmigo que la paso bien en la playa. Es difícil acercarme a Pepe y decirle que mi interior está destruido y que tengo miedo que mi vida acabe. Sé que Pepe conoce ese infierno. Llegué hasta el fondo, Barrón, dormía en la calle y solo me levantaba para buscar a mis amigos e irnos a fumar pasta. Probé pasta, marihuana, coca y éxtasis, solo me faltó inyectarme, me confiesa con esa sonrisa infantil que no ha perdido. Me aturde su confesión. Imagino todas sus palabras y puedo verlo vagando por las calles en busca de felicidad. Me siento con la responsabilidad que, tal vez, tuve la oportunidad de darle un consejo en esos siete años que estuvo metido en las drogas. Le dije a mi tía que quería trabajar en Chile, me mandó el dinero para los pasajes y empecé de nuevo. Siempre pensaba en mi hijo, quería cambiar por él. Barrón. Tengo diez años sin probar ningún tipo de drogas. Pepe ha podido superar cada tara que marcó su vida. Lo veo feliz por estar rodeado de los seres que quiere. Tengo que confesar que me siento aliviado que sea franco y sincero con cada palabra que me ha dicho. Me gustaría ser franco y contar mis fantasmas que pueblan mi vida, pero es difícil cuando sabes que se han apoderado de ti y te imponen a que te quedes callado, y solo puedas enfrentarlos cuando te sientas en tu ordenador para escribir. “Reflexionar tu ser desde la mirada de los demás”. Todos mis amigos tienen algo de mí en ellos. Pepe también lo tiene aunque no lo sepa. Es la manera de considerarlos y apreciarlo, y es así que se convierten en mis artefactos de perfiles literarios. Son mis personajes ficticios que voy amoldando en mi cabeza hasta que los retrato en mi ordenador. Borges, cuando se quedó ciego, escribía sus cuentos y poemas en su cabeza. Repetía sus historias a sus amigos. Cuando los tenía listo llamaba a María Kodama para que los escribiera. Yo uso el mismo mecanismo cuando escribo. Todos los días pienso en lo que voy a decir en el papel. Voy perfilando, relacionando y comparando situaciones cotidianas hasta sentir la necesidad de escribir. Pepe es garzón en un club privado de grata asistencia en Iquique. Usa pantalón negro y una guayabera blanca, como usaba mi abuelo, para ir al trabajo. Todas las mañanas ocupa el baño durante dos horas antes de irse a trabajar. También entra a mi pieza para darme ánimos y me aconseja que no debo rendirme si quiero triunfar en Iquique. Me pregunta si estoy triste, si he escrito algo o si he comido. Me reclama que no barra la casa y que deje mi toalla en la mesa. Me pregunta cuántas aguas he vendido y me insiste que me quede a vivir en Chile para jugar fútbol los lunes. Me fía bebidas que se olvida en pagarme y me invita a que juegue Play Station 4 y así pueda sentirse bien cuando me  golea. Se preocupa cuando me hecho en la cama y no quiero decir nada a nadie. Seguro debe sentir mis lágrimas tan saladas y frías como el mar de Iquique. Intuye que estoy mordiendo el mismo infierno que conoció. Pepe me ha demostrado que la amistad puede fluir de la manera más extraña y sincera posible. Yo lo veo en sus ojos marrones o lo siento cuando cantas sus canciones. Estamos jugando en una losa deportiva. Voy a sacar un lateral. Barrón, vamos a hacer la jugada del colegio, me grita. Entonces sus palabras me transportan cuando teníamos catorce años y le doy el pase para que me la devuelva y yo la pesqué en primera. Sin que toque el piso, pateo fuerte y arriba. El arquero y los jugadores se sienten sorprendidos por la jugada. Busco el abrazo de Pepe, Te acordaste de la jugada, te acordaste, me repite entusiasmado. Son las once y cuarenta y dos en Iquique. Son las once y cuarenta y dos, marca la hora que brilla en el cerro Dragón.           




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