Mi maldito vándalo



Iván Coca Lara era el número cuatro en el orden de lista de ese colegio nacional que siempre odié porque creía que merecía ser educado en aquellas lindas instituciones educativas particulares donde las frutas se quedan en la lonchera y los alumnos no tenía mejor idea que tirarlo derechito al barril azul de la basura para ahorrar los gritos del porqué no te has comido las manzanas chilenas rojitas como la bandera de la patria que te mandé. Sí, yo era el número tres, y felizmente me senté adelante con el alumno más chancón de mi época de colegial porque si no fuera por él yo, ahora, estuviera en esos fumaderos de las grandes canchas abandonas de la calle Atahualpa fumando un porrito como dice Andrés Calamaro pero en esos recintos está prohibido decir este vocabulario tan pipirinay aquí, donde la noche borra tu disco duro, se llama a la mierda mixto pasta toque tamalito quete.
Iván Coca Lara no llevaba mochila, yo, sí. Los cuadernos los llevaba en la mano y los forraba con esos posters que salían en el diario el Bocón. Así la foto de Jayo, Waldir Saenz, Dario Muchotrigo, Jacinto Espinoza y un tal Sozanni, pelón y frentón, que sirvió sus características para burlarnos, años posteriores, de otro incauto alumno huevón era el Vinifan que utilizaba para adornar esos cuadernos que se diferenciaban de los que forraban con ese papel de regalo que había sobrado del envolver un jabón y así pasar piola en la fiesta infantil.
Iván Coca Lara número cuatro en el orden de lista del segundo año “G”, turno tarde, del colegio nacional Mercedes Indacochea Lozano ubicado en la calle del mismo nombre muy cerquita de aquella universidad que me hizo regresar a las aulas como profesor fue el primer espécimen que me enseñó que evadirse del salón de clases no era el pecado capital que repetía mi sor madre cada día antes de salir de mi hogar. Evadirse era para Iván como ir a pedir prestado un tajador pelícan. Fue en esas primeras fugas del sagrado salón de clases donde no me enseñarían qué era la selva de cemento pero si a jugar fútbol en ese canchón de tierra donde seguramente se depositaban todas las bacterias de Huacho. Bueno, a decir verdades, ese canchón de tierra, apodado el maracaná, adolecía de uno de sus arcos, señalización como los grandes estadios de España, así como, de gras sintético. Iván era un corredor nado para entonces y repetía la misma jugada cuando nos llevaba: hacía la finta que se iba para un lado, te picaba la pelota y, para distraerte, se iba por tu otro costado, cuando te dabas cuenta Iván estaba muy cerca al arco de piedra para anotar el primer gol. Siempre lo recuerdo celebrar con esa camiseta blanquiazul, que llevaba impresa el spot del Banco popular. Se la sacaba y mostraba su cuerpo lánguido y la hacía girar en el aire para que se confundiera con el unísono, y su sudor se convirtiera en dulce pecado que se perdía en esas tardes donde fui a un colegio estatal que tanto odié.
Iván Coca Lara domiciliado en el lugar más bravo y sin luz pública de la ciudad, y que llevaba el nombre de ese Inca rebelde que todos los alumnos habíamos dibujado de igual manera en el colegio (Atahualpa) era el primero que me puso una chapa: el cojo mame. Me bautizó con la misma chapa delincuencial que los suyos, de esos huariques con olor a orín, que se califican y, como cordón de colores que distinguían a las autoridades escolares, se distinguían por su braveza. También me quitó a la primera hembrita que me enamoré y, también, fue el primero que me defendió de una gresca con un alumno de un año superior. Iván era un buen tipo que había tenido la mala suerte de vivir con una familia de mierda y un barrio de la gran puta donde la droga se pedía como mantequilla y el televisor era el único objeto que podía brindar la felicidad en todo ese universo de tristeza.
Iván Coca Lara lo dejé de ver cuando pasé al turno de la mañana y lo resigné con todos esos forajidos que eran hacinados en ese turno donde nunca debí de estar. Así que nuestra amistad se redujo a un saludo cuando yo salía del colegio y el entraba. Siempre uniformado con su polo de alianza debajo y la camisa fuera del pantalón era su facha que trataba de disimular que ya se reventaba los ojos con toda esa mierda de tristeza y borraba poco a poco esa inocencia de un adolescente que tuvo la poca suerte de nacer en un lugar donde nadie le importaba su sonrisa ni mucho menos conocía la alegría de vivir.
Me he sentado en un bar, de aquello de mala muerte que me gusta ir, y he encontrado a Iván Coca Lara número cuatro en lista y me ha enseñado su brazo derecho donde lleva el nombre de su hijo tatuado: es lo más importante de mi vida. Hoy he llenado un techo y me he venido para acá. Tiene seis pomos en su mesa. Dos beben acosta de su jornal. Te respeto Josué, déjame invitarte una cerveza ¡Una cerveza! Siento la palma de su mano callosa, observo sus tatuajes, sus cortes en su brazo que me dicen de su vida y de aquella inocencia que compartimos en una de las pocas etapas que fuimos felices cuándo pateábamos una pelota que nos servía de felicidad para levantar nuestros brazos a lo alto y celebrar, con nuestro dorsos desnudos, aquello que con los años se nos extinguiría de nuestros ojos: la celebración fáustica de nuestra adolescencia.

Comentarios