Bajo la piel existe una rosa que persiste en el atardecer



Abi llegó después de tres años a mi departamento. Me esperaba pálida, con esos hermosos ojos negros y sus labios con sabor a aquellos atardeceres que solo se contemplaban en los veranos. Se acercó me abrazó y besó mis labios. Estás decrepito, confesó. Sonreí como símbolo de fracaso a una vida dedicada a leer y reparar libros. Abro la puerta del departamento. ¿Por qué cambiaste el color de las paredes? ¿Siguen los libros en tu habitación? Se sienta en unos de los sillones. ¿Por qué persistes en la idea que tu vida posee un aura melancólica? Una ruma de libros y películas descansa sobre la mesa centro de la sala. Coge la película gore Midori, la chica de las camelias del cineasta y productor japonés Hiroshi Harada. Le llama la atención la imagen desgarradora de la portada. Pensé que solo te gustaba Lolita de Adrian Lyne. Sonrío. Persiste en ella la misma ironía de la cual me enamoré. Le alcanzó las películas Tokyo Gore Police de Yoshihiro Nishimura (2008) y Suicide Club de Sion Sono (2002). Lo deja a un lado y toma La noche quedó atrás de Jan Valtín. La gran novela de la disidencia, le digo, que Mario Vargas Llosa elogia en Conversación de la catedral. No lo abre, lo desprecia con la mirada. Coge, en cambio, la película Cuentos inmorales (1977) de Francisco Lombardi, José Carlos Huayhuaca, José Luis "Pili" Flores-Guerra y Augusto Tamayo San Román. No le voy a confesar que por años busqué la película por el solo hecho de ver el corto El príncipe, inspirado en uno de los relatos de Los inocentes de Oswaldo Reynoso. Se levanta para dirigirse a la mesa, al modo de James Mason, y servirse un vaso con Jack Daniel. Sus labios brillan como su piel cálida frente a un sol fenecido en un verano febril. Tartamudeo, no sé cómo hilar una conversación. Me apoyo a la mesa donde escribo, almuerzo y me quedó dormido. En el colegio me gustaba tener el cabello suelto. Sabías que el cabello es un símbolo del despertar sexual, le digo. Tal vez, pero ahora no soporto tener el cabello suelto. Quiero ver tus libros. Quiero saber si mantienen el mismo orden que siempre me repetías después de hacer el amor, recuerdas. Me señalabas cada autor que la memoria injusta del peruano había olvidado con el pasar de los años. Se amarra sus cabellos. Sin pedir permiso se dirige a mi cuarto. Cambiaste el color de las colchas de tu cama, la posición de las películas y los libros de fotografía. Observa mis estantes, toma el libro de Lolita de Vladimir Nabokov, edición Sudamericana de 1960. Cada vez los libros huelen a ti y tienen el sabor de tu piel, me afirma. “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita”, lo vuelto a repetir una y otra vez como si el solo hecho de repetirlo acrecerá mi amor por ella. Se saca la camisa que está ceñida a su cuerpo. Descubre el top que dibuja sus pechos firmes y redondos. Se acerca y abraza mi cintura: “quiero saber si tus labios todavía saben a cebada tostada”. Se empina y besa mis labios. Recuerdo la escena interpretada por Keira Knightley y Matthew Macfadyen en la película Orgullo y Prejuicio de Joe Wright, y la novela El libro de Monelle de Marcel Schewob que relata la intensa y profunda relación que el autor tuvo con una prostituta joven del barrio obrero. Louise que era prácticamente una niña y que sería el amor de su vida hasta su muerte en 1893. “Y Monelle siguió diciendo: Te voy a hablar de las cosas muertas”. La tomo de su diminuta cintura. Huele a aceite de manzanillas. Huele al suave oleaje de la mañana. Huele a madera rancia a causa de la lluvia de la madrugada. ¿Eres tú, Mel Lisboa? ¿Anaïs Nin? ¿Dorothy Parker? ¿Emily Dickson? No te he dejado de amar solo he tratado de acostumbrarme a otros cuerpos que afirman que me aman pero es tu olor a cebada tostada que trae acá para adorar cada rincón de tu cuerpo, lo dice en voz cálida. Se desviste lentamente como esperando que el sol se esconda en su vientre. Toma mis dedos filudos y lo acerca a sus pezones. Mueve su cabello. Me empuja a la cama. Cierro los ojos. Stephania tiene quince años y hace cuatro meses ha venido de Pucallpa. Su cabello, ondulado y brillante, corta el viento de la tarde. Se me acerca y me da un beso. ¿Llevas mucho tiempo esperándome? Contemplo sus ojos profundos. He leído durante dos horas La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata antes que llegara. “Desde la antigüedad, los ancianos habían intentado usar la fragancia de las doncellas como un elixir de juventud”. “Si la estrangulara, ¿qué clase de fragancia despediría?” “El erotismo para Kawabata, no ha alcanzado la totalidad, porque el erotismo como totalidad lleva humanidad en sí mismo. La lascivia se aferra inevitablemente a fragmentos, y, sin la menos subjetividad, las propias bellas durmientes son fragmentos de seres humanos que provocan la lascivia hasta su máxima intensidad. Y, paradójicamente, un cadáver hermoso, abandonado por las últimas huellas del espíritu, inspira los más fuertes sentimientos de la vida”. Siéntate, vamos a contemplar el atardecer, le afirmo. Toco sus labios y un poco de lápiz labial macha mis dedos. “…pero lo que brotaba de su mente eran las mujeres de su pasado”. Percibí que su aliento era más intenso en la boca que en la nariz. Separa sus labios y una sonrisa parece flotar entre sus mejillas. Le confieso que todavía la sigo amando. Guardo sus fotos junto con los de mi abuela en una caja de cartón. Todavía persiste el recuerdo de verla sentada en la plaza de armas esperándome. Me acercaba sin que se dé cuenta con el solo motivo de asustarla. Siempre llevaba un chupetín rojo que le daba color a su boca y su cabello negro, el olor a la noche. Señalé el sol rojo en el horizonte. Cierra tus ojos, sienta el calor sutil que quema tu rostro y contempla en silencio “Las tentaciones de San Jerónimo” de Baldomero Romero Ressendi. Abro mis ojos y Abi esparce su gemido por los rincones de mi habitación. Sus pechos saltan. Mis dedos cogen sus rosadas tetillas. Un verano sangriento. Las fotografías de Hamilton, dispersas por mi habitación, cautivan al atardecer que se filtra por la persiana. Una gota de sudor cae sobre en mis heridas. Su cuerpo desnudo brilla. Brilla y le otorga la oscuridad a mis sabanas. Suspira hondo y cae sobre mi pecho: el festín a acabado. Estoy muy enamorada de ti, me confiesa. Me quedo en silencio y pienso en ella. ¿Será feliz? Escucho Dotan de Bones. Abi me abraza fuerte. Los libros amontonados sobre la mesa modelo barroco que heredé de mi abuela. El aire silva a muerte. Las moscas vuelan alrededor de la basura acumulada en mi cocina. Los vasos sucios. Mis libros a medio leer. Mis citas y anotaciones. Mi taza de café a medio terminar. La foto de mi hijo, mi abuelo y mi abuela. Mi máquina de afeitar. Oceans de Seafret. Mis cuadros de Monet y Van Gogh. La soledad que silencia mi vida. El recuerdo de mi abuela. Sus arrullos, su palabra, su cabello negro, sus ojos negros que escondían una catarata, un viento, un mar, la arena, el propio sol. Sofía me abraza y me confiesa que nunca me dejará. “Nunca te dejaré”. Nuestro hijo duerme a nuestro lado. Éramos felices. Éramos. Abi abraza al tronco seco. El sol.         


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