Una misiva de amor en favor de Fiorella Díaz que se convierte en un jammis patético sobre el blues + beat + surrealismo + flash back cinematográficos


En una página de mi Moleskine aparece un apunte de Seamus Heaney: “La poesía como excavación, como excavación que busca dar con algo que al final resulta ser plantas”. Debajo de la frase, que está escrita con plumón morado, aparece de donde procede la cita: La emociones de las palabras. Analizo la palabra “planta” mientras en mis audífonos Sony escucho The Sky is Crying   de Gary B.B. Coleman y recaigo en la insistente reflexión que la finalidad de la poesía, al final de cuenta, es la busqueda de un todo orgánico, una máquina andrógina, como lo pensaba Enrique Verástegui en su libro Monte de Goce o Umberto Eco en Apocalipsis e Integrados, donde la propia escritura produce semas en el lector que vincula con la cultura. La sabia bruta sería el ritmo, la rima, la imagen, la belleza, el equilibrio interior entre la forma y el fondo y el instante de retratar la realidad vivida. Ahora escucho When The Hurt Is Over de Mighty Sam McClain y el blues me embarga para plantear mi escritura automática bretoniana y pensar que la famosa fotografía El regalo (1921) de Max Ray [una plancha a vapor con trece clavos que se yergue a modo de monumento ojival gótico] puede condensar el pensamiento surrealista. [La superficie de metal que normalmente se desliza suavemente sobre el tejido se presenta aquí como un objeto agresivo]. Los surrealistas denominaban a estas obras objets désagréables. ¿Es posible alterar lo establecido, lo normativo o lo liso en nuestra posmodernidad? Este hermetismo lacónico, ready-made de Duchamp puede servir para proponer una nueva forma de escritura donde lo visual, me refiero a la preponderancia del discurso cinematográfico, la comedia como discurso de normalizar el mal y lo disperso sea “útil” para una vanguardia partiendo desde una googlosfera? Da un sentido leer los versos del poeta Manuel Morales, ¡reciten en voz alta!: Si tienes un amigo que toca tambor / cuídalo, es más que un consejo, cuídalo. /Porque ahora ya nadie toca tambor, / más aún, ya nadie tiene un amigo. Tiene un efecto en receptor iletrado que responde a recursos visuales del ordenador. ¿Hay un efecto para la poesía en nuestro tiempo, maestro Zygmunt Bauman? Hay solo una forma de decir “Al acecho / como un cazador, / en largas tardes / silencioso esperas / un batir de alas / que se pierde en el viento, / sombras veloces, / fugitivas palabras del poema. Fin del poema “Al acecho” del poeta español Juan Luis Panero Blanc sobrino del poeta maldito Leopoldo María Panero. Mi palabra no es una alevosía a la poesía es señalamiento directo a la muerte de la poesía como culto o como un pesimismo sacado de las entrañas de Arthur Schopenhauer. Morirá la representación de la subjetividad, como planteaba Huidobro, y huiremos a las sensaciones sexuales que nos otorga el ordenador. Ya no servirá huir, como Jack Kerouac en su novela On the road,[escrita en su mayor parte en 1948 y 1949, terminada en 1951 y publicada por primera vez en 1957 en la editorial estadounidense Viking Pres] en la mítica ruta 66 con sus amigos: Neal Cassady, Allen Ginsberg, Ed White ni William S. Burroughs; de nuestro punto sedentario y burgués. Y llevar en la maletera LSD, coca, marihuana y Jack Daniel’s para ostentar que podemos ser felices y despegar a la estratosfera para encontrar el sentido de los jam sesión, furiosos y agudos, de Ella Fitzgerald. Confieso que he buscado en mi vida alternativa para encontrar la iluminación en el acto de la escritura: “Senté a la belleza en mi rodilla y la sentí amarga” [Display de Arthur Rimbaud] pero he fracasado y fracaso todos los días cuando busco entre los estantes de la biblioteca central de la PUCP algún poeta que me otorgue por algunos segundo el fuego de los dioses, la leña del infierno, o, mejor aún, el combustible del cual Jimi Hendrix incendió su guitarra en el Monterrey International Pop Festival y pidió, a los dioses del inframundo, que engrandezca su iluminación y descentre, innove, prostituya, al mejor postor, el talento endemoniado que se pernotaba cuando mordía sus cuerdas y yo repetía entre dientes “Foxey, foxey / You know you're a cute little heart breaker, ha / Foxey, yeah / And you know you're a sweet little love maker, ha /Foxey. [Yo reflexionaba sobre la decepción, sobre la ferocidad que pone la vida en destruir las imágenes más hermosas que nos hacemos de ella.] [Julio Ramón Ribeyro Zuñiga] La poesía me embarga señores pero no puedo escribir ningún verso donde la imagen parte de la destrucción, la decepción o la endemoniada velocidad de manejar, ebrio, y contar los árboles, el pasto, los cielos y los rostros donde ella ya no está y solo me insisto en repetir que todas ellas no tienen su nombre ni su perfume ni esta agria poesía que se des –com -  po – ne mientras mis palabras se incendian como una luz que quiere resplandecer en la noche. Jerome Richardson apresa la boquilla del saxofón y empieza a soplar My Little Suede Shoes, el baterista redobla los tambores y golpea armoniosamente los platillos, el bop se acrecenta, incrementa su fuerza explosiva que lo lleva a sexualizar la música. Estoy en el Pearl’s, en un sótano de San Francisco, en una mesa que tiene la misma forma de la portada de Rayuela de Julio Cortázar. Pido una botella de Jack Daniel’s y escucho la música y escribo en un Moleskine algunas ideas de poemas que van fluyendo. No quiero hablar con nadie. Solo observo compasivo el rostro de las personas que me rodean. La única forma que quisiera conversar es si me preguntaran sobre el viaje que hizo Allen Ginsberg y su encuentro con Martín Adán en el bar Cordano del centro de Lima. Me imagino paseando por las calles de San Francisco charlando con Ferlinghetti que lleva debajo de su brazo varios libros beats. Me confiesa que Corso le parece un poeta tosco que arruinaba la cadencia de los versos pero defiende la obra de Neal Cassady que no pisando la universidad sino varios reformatorios tuvo la agudeza de proponer algo innovador en su generación. No lo convertían en ese Jean Genet pero lo acercaba a esa urgencia que necesitaba con la poesía norteamericana de esos tiempos. Caminamos por horas y nos sentamos en la calle Colón y me envalentono, me paro en medio de la pista y leo un poema. Ferlinghetti me aplaude y me pregunta sobre mi hijo. El amor, el universo de la soledad, no sirve para ser compartido, le digo mientras el levanta la botella y repite la misma frase de Eleodoro Vargas Vicuña cuando se sentaba en el Palermo con Reynoso: ¡Salud, por la vida! Es entonces que Oswaldo se aparece con paso lento, desde los inframundo: ¿Qué mierda haces acá? Llama a su collera y nos ponemos a brindar en la calle donde viví, nací y fui feliz mientras las luces de neón iluminaban nuestra inocencia salvaje. ¡Salud! ¡Salud! Y todos en círculos discutimos sobre el compromiso social, la literatura y la muerte. Oswaldo, ¿tú no tienes miedo a la muerte? No. ¿Y después de la muerte que existe? Ni mierda. Y brindamos y los dados bailan sobre la mesa del Palermo y Oswaldo tiene mi edad y ha escrito el libro más importante de su vida y Martín Adán se acerca y se le dice ¡Usted sufrirá mucho, joven poeta! Y Eleodoro se sube sobre la mesa y la gente se calla para escucharlo y brindar por la poesía como yo algún día lo hice en esa calle Colón por donde paso ebrio, con las manos en los bolsillos, y no encuentro a esa pandilla de adolescentes que desafiábamos la vida todos los fines de semana. Me he quedado solo como un verso del poeta Domingo de Ramón: “Estoy solo como un balón sin jugadores”. Entonces busco mi identidad mientras bebo, agacho la cabeza y camino, irremediablemente camino, para encontrar una razón de mi paraje, mi ser y mis culpas que se viertan a mi escritura. De mi bolsillo trasero saco una carta y leo las palabras de Fiorella Díaz, que confundo con Fiorella Vidal o Fiorella Martel. Me hace tanta falta aunque siempre, cuando amanece, voy a buscarla, ebrio, al cementerio para ponerle flores en su lápida y la recuerdo con esos diecisiete años que calzaban en su rostro sorprendido por mis besos. Fiorella Díaz no cree que me enamorado de su ausencia ni de su sonrisa ni de sus cabellos que cortan el viento. ¿Quiere que le explique el porqué de mi amor? Y como no sé explicar solo le cito la teoría del amor de Badiou o los versos de Luchito Hernández: Te amo / [Raíz cuadrada menos uno] / eres un amor / irracional. ¿Cómo decirle que puedo amar su imagen etérea? ¿Cómo explicarle que solo me basta contemplar para amar? Cómo decirle “Nunca he tenido tanto que decir, que decirme, / y nunca las palabras han sido tan inútiles…” [Juan Luis Panero] ¿Cómo enseñarle que uno solo puede enamorarse de la mirada, el sol y el mar? Fiorella me escribe y en la pantalla de mi ordenador su sonrisa se dibuja. Le digo que lea Muerte en Venecia de Thomas Mann, para que encuentre alguna razón en mis palabras, El goce de la piel de Reynoso o que escuche la cadencia del canto de Imac Sumac. Guardo su carta y camino, y presiento que otra vez estoy hablando con mis muertos y mis rencores en esta ciudad donde mi abuelo, mi padre, yo y mi hijo nacieron, y yo trate de ser parte de ese sol y ese mar que se empoza en mi vaso, mi paso y aquella soledad que nadie carga y reverdece en aquellas mesas donde Oswaldo confesaba que la única manera de hacer la revolución es leyendo para alcanzar la felicidad y la contemplación de la belleza. La noche circula como un aire fresco que ensordece mis ojos silentes. Escribo Fiorella sobre una servilleta. Martín Adán, en una esquina del bar, ensombrece con su mirada el vaso de pisco. Recojo mis libros y decido ser parte de la noche.

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