John Frusciante ilumina mi posmodernidad para sucumbirme en un viaje descendiente al mismo estilo cinematográfico de Altazor 2.0
Escucho
el LP “Virgin Killer” (1977) del grupo Scorpions una tarde de inicio de otoño en
la ciudad . En la portada del disco posa una niña desnuda. Solo un vidrio roto, en su parte genital, la
cubre. La imagen trata de simbolizar la virginidad perdida y me hace
reflexionar sobre mi recién lectura de La
cámara lucida de Ronald Barthes donde hace un estudio detallado sobre la
imagen y propone una clasificación de los tipos de tomas. Entonces pienso
en la portada del disco “Dawn of the black Hearts” (1991) del grupo de black
metal Mayhen donde está fotografiado el vocalista muerto después de reventarse los
sesos con una escopeta. Siguiendo los parámetros de Barthes, la fotografía que
se hace del vocalista es “Espectrum”, que tiene una relación con la palabra
espectáculo, porque existe un punto de referencia central para crear en el espectador
la expectación inmediata y luego el asombro. También me puede servir una fragmentación
de la imagen para elucumbrar sobre la teoría de la dispersión (en torno a los
sesos) y cómo estos van construyendo los semas del desaliento, el terror y la
locura en la fotografía. Vuelvo al texto que leo, Estancias de Agamben, y a las anotaciones de colores que he hecho en mi
cuaderno universitario, y me hacen recordar a los cuadernos poéticos y ermitaños
de Luchito Hernández, el poeta que tiene hincha ante que lectores. La envidia en
sus textos radica en descubrir que lo bello puede vivir en lo simple y en
un giro de genialidad acompañado de soledad y un solidaria renuncia al ego. Recuerdo que llené muchos cuadernos con pasta negra que garabateaba con plumones y lapices de colores. Inútilmente
me embarcaba en escribir verso basándome en apropiarme de un solo rítmico de la
realidad. ¡Qué vana y estúpida mi empresa! Un fin de año todos mis escritos los tiré a la hoguera
del olvido y se me acabó el proceso de aprendizaje que todo buen poeta debe de
tener. ¡Qué diferente debe de ser aprender a escribir leyendo los libros de Verástegui
como Angelus novus o Monte de Goce! No puedo imaginar que mis
libros brújulas de escritura fueran los de Zurita, Berenger o Harold Ocampo.
Luchito fue mi compañía en ese proceso y aun hoy lo está cuando escribo mis
apuntes de mis impresiones sobre filosofía literaria o estos poemas que dejo
a medio terminar y decido abandonarlo en la acera de una calle transitada u
obsequiarlos a la persona que me acompaña. Pienso que es la única manera de que en él pueda florecer una Datura inoxia,
conocida como nacazcul, toloatzin, toloache, tártago o yerba del disco; en el
papel en blanco y pueda dar sentido a las películas de Sofía Coppola o los
punteos experimentales de John Frusciante mientras vuelve la mí la misma imagen
que para poder escribir un poema necesito darle voz a la dispersión de los
recuerdos que existen dentro de mí. "Si puedes apreciar el milagro que
encierra una sola flor, tu vida entera cambiará", dijo Buda Guatama pero prefiero
escribir en mi muro de Facebook que “Beber es hacer interesantes a los demás”
(Hemingway) o “No hay elección sin libertad, bucanero. No somos nosotros quienes
estamos muertos por dentro. Todo esto que encuentras en nosotros tan débil y
despreciable es justamente el riesgo de ser libre”, frase del más
posmodernistas de todos los posmodernistas estadounidenses: David Foster
Wallace quien escribió ese ladrillo de genialidad llamado La broma infinita. Llega un mensaje de texto a mi celular. La madre
de mi hijo me afirma, no le contesto el celular, desde su tristeza egoísta desnaturalizada, que la maestra le ha dicho que
Matías no pone atención a las clases. Prefiere mira sus cartas de Pokemón y
tratar de explicar por qué su madre tiene un hijo con otro hijo de puta que no
es su padre o por qué su padre, que lo visita los sábados y domingos, siempre
viene ebrio y llora mientras lo abraza fuerte. Lacan debe de tener una
respuesta inteligente de el porqué los niños sufren cuando la racionalidad, en
el lenguaje y en los padres ha desaparecido. Disculpen por la infidencia pero
prefiero que teoricemos, con Agamben, para explicar, mediante su teoría de la
“melancolía” (en su libro Estancias),
del porqué tiene unos padres tan hijos de la gran flauta y que fueron los principales causantes de su infelicidad perecedera en este planeta infértil que se
consumirá cuando Kim Jong-un decida pasar a la posteridad con su bomba de
hidrógeno. Quiero y anhelo escribir un poemario sobre esta situación pero me lacera las venas y me enferma recordar
cada mi minuto de felicidad extinguida. Así que prefiero escuchar el último
disco de John Frusciante. “El ex guitarrista de Red Hot Chili Peppers, John
Frusciante, acaba de anunciar el lanzamiento de su próximo álbum de estudio. El
mismo lo publicará bajo el nombre de Trickfinger
y será un material bastante diferente a los anteriores ya que el músico está
incursionando en nuevos géneros como la electrónica y acid house”. “Perdí
interés en la forma tradicional de componer y me emociona encontrar nuevos
métodos de crear música. Me rodeo de máquinas, programo una y luego otra y
luego disfruto este fascinante proceso de principio a fin”. Cierro la cita de
una página web de música que navega en el inmenso universo marino deconstructivo
llamado Google. Otra opción para escapar de un final suicida tan comparable con
las películas de los años cincuenta es que me ponga a releer la biografía de
D.T. Max sobre David Foster Wallace para extasiarme y repetir una y otra vez: “Uno
no va al quiropráctico si está pensando en suicidarse” e imaginarse que una día
pasarás a la posteridad por colgarte en la viga que divide el cielo con tu
habitación. Contrariamente a lo descrito puedo animarme a responderle por medio
de un mensaje de texto a la “madre de mi hijo” con una paráfrasis del
futbolista Felipe Melo: "Si no era futbolista, habría sido asesino”.
Cierro los ojos y siento que Matías me coge de la mano y me pide jugar en la
playa. Yo leo, en silla de playa, el último libro de Foster, “Portatil”, y le
comento que me compraré una pañoleta para poder escribir como él. Matías sabe
que es mi escritor favorito, que no debe garabatear mis libros y que no me
suicidaré como él. Hacemos cerritos en la arena sucia de la playa. Es una de
las maneras de decirle que lo amo y que no tengo dinero para comprarle los
juguetes que me señala mientras observa la televisión por cable. Solo lo
abrazo, le invento un nombre para un “supuesto” nuevo beso y le confieso al
oído que siempre aparecerá en todas mis crónicas. Estoy convencido que cuando
crezca descubrirá que escribo desde la posmodernidad y que mis collage de
escritura y crítica sobre música, arte y consumismo provienen de mi
acercamiento al arte pop en los años sesenta y que mi escritura se asemeja a la
interpretación musical del blues por
Muddy Waters. Me imagino a Matías prohibiendo que se recite mis poemas en esas
celebraciones solemnes de poetas que se leen entre ellos. He pensado ir al
psiquiatra pero me siento tan autosuficiente y cuidadoso con mi silencio que
prefiero sentarme todas las noche en la biblioteca de la PUCP para leer o
escribir un poema que no concluiré. Prefiero observar como la botella de agua
Cielo le da estilo a todos libros que me rodean o alucinar que mi estómago
tenga la forma del nudo de las instalaciones artísticas del poeta peruano Jorge
Eduardo Eielson que aceptar que cuento mis días para alargarlos. Prefiero caminar sin rumbo por las calles de mi ciudad y
conversar con el ser que se apiade de mí y descubra que en mi corazón solo
sobreviven aquellas bolsas negras donde escondo mi cordura, mis sobres de sopa
instantánea y mi buen humor para sobrevivir en mis instancias mayores que lleva
el nombre de poesía que confesar que mi hijo es mi universo en soledad. Puedo confesar que amo a mi hijo de la forma más poética
posible como cuando uno se detiene, ebrio, frente a una ventana para espectar el amanecer
y rogar que los vidrios laceren tus ojos y te hagan creer que tu vida pudo
ser corregida con los pocos minutos que fuiste feliz porque lo fuiste pero
desestimarte por acudir, sin remordimiento, a la maldita poesía, sí aquella que
te seduce para que abandones todo aquello que huele a la pausa rítmica de John
Anthony Frusciante + Anthony
Frusciante + Frusciante + ante + te + e. Mi vida es un ritmo que se acongoja en
la soledad o en la sonrisa de mi hijo, por ello, todo el día pienso en poesía: en la mañana delineo su arquitectura y en las noches
mientras empiezo a escribir. Esbozo historia como la de un
joven que reúne a varios poetas jóvenes para tratar de asaltar la tradición y
volverla solo un drama histórico. Una mujer pasa por mi ventana. La observo y busco
que se parezcan a ella. Busco que sonría de la misma manera y me digan “Josué,
no te quedes dormido escribiendo en la mesa, ven duerme con tu hijo”. Siento el
sudor de mi hijo. Los dos estamos juntos a él y mis lágrimas caen como un
precipicio mientras le juro que es el amor de mi vida y que después de ella no
hay nada, no tiene significancia mi vida ni mi propia escritura aunque siempre
escriba para explicar por qué un giro de tiempo tiene igual connotación que el
solo que John Anthony Frusciante le da ritmo al universo con su guitarra.
Sofía se ha ido. Duerme con otro hombre que dice amarla. Tiene otro hijo que
dice que le hace feliz. Ahora mi hijo duerme solo en el cuarto donde ella
creció. Nadie lo abraza. Yo abrazo mi botella de agua y siento su soledad como
siento, a miles de distancia, su palabra y su silencio. “Soy el equilibrista de
Bayard Street” quien no carga nada en sus hombros ni tiene miedo en caminar por
una línea recta que tropieza cerca al cielo, me repito mientras camino sin
ninguna ruta establecida en mi ciudad. Matías me espera en el final de la
cuerda. Me abraza y me da un beso de sapo. Me da un beso de sapo. Un beso de sapo para borrar la soledad y esas
ansias de colgarme de esa vida que sostiene el cielo limeño, el cielo limeño
que siempre aparece en los cuaderno espiralados de Luchito Hernández.
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