Orgía tricéfala


Fernando, bajo un árbol de la tradicional campiña huachana, somete, en el frío invernal, a una mujer que se queja, excitada, de sentir como la tierra raspa sus hermosas nalgas. Sus gemidos ascendentes no perturban mis demonios. Doy un sorbo a mi cerveza Corona. Cuatro y cuarenta de la madruga. Huacho, la fidelísima villa, la putanguera de mis fines de semana. La ciudad que no quiero regresar pero me refugio para entender mi condición de parásito de esta sociedad postmoderna. Recostado en otro árbol, a cinco metros de la orgía, siento el llamado amigo de Fernando que me invita a que participe del bacanal platónico y de riendas suelta a los demonios que claman sabiduría al Dios Baco. Calígula de Tinto Brass. Las ciento veinte jornadas de Sodoma del Marqués de Sade. Los pulpos y la buceadora de Katsushika Hokusai. Los huacos eróticos Moches. Kamasutra. Las series de veinte minutos de La serie rosa me rebobinan mi cerebro y el miembro tieso y la mano helada por la cerveza Corona me hace denostar el llamado. Fernando, ebrio, torpemente, se erige frente a mí mientras yo recuerdo los versos de Shakespeare: Te quiero. Y cuando no te quiero, surge otra vez el caos. La  hermosa mujer acomoda sus pechos tersos al sostén rosa que da luz a la noche, al frío intenso que estropea mi recuerdo de los miles de días que sigo creciendo como una penca en el desierto costeño, sin amor, sin alma, sin una maraca de brujo que me haga vomitar mi mala maña, mi mala manía de mandar a la mierda mi fecunda felicidad. ¡No quiero tírarme a esa puta de mierda!, le respondo a Fernando. Prende su cigarro Lucky Strike y acomoda su polo negro que lleva estampado el símbolo de los Guns and Rose. Las manos sudorosas las frota sobre su pantalón jean despintado. Poeta, qué es el amor. Internarse en la noche y perder toda la condición humana. Morir en vida. Llevar su nombre en la cabeza. Odiar el presente. Odiar cada cuerpo que te suplica un poco de amor y tú, cucaracha infectada de desesperanza, juras que vas a cambiar. Fernando se ríe. ¡Eres un hijo de puta! Se sienta a mi lado y me hace recordar la foto que me tomó al lado de mi hijo el último verano sangriento. No sé qué estoy esperando para dispararme con el arma que me heredó mi abuelo después de morir. No lo sé Fernando. Calma, va a pasar. Esta mierda no dura para siempre. Todo pasa. Fuma su cigarro. Bebo mi cerveza Corona. La mujer se acerca. Se sienta a mi lado y mira mis ojos profundos y dirige su mano a mi bragueta. Fernando se ríe, toma mi cerveza y le da un sorbo. ¿Dónde estamos?, pregunta la mujer. Saca la mano de ahí puta de mierda, no te das cuenta que estoy recordando el cuarto capítulo de la novela La gran novela americana de Philip Roth. ¿Qué mierda le pasa a tu amigo? No le hables así puta de mierda. ¡Enfermos de mierda! La mujer se para y se dirige hacia el Audi. Tiene unas buenas tetas, me afirma Fernando. No lo sé tío, estoy cagando, con esta espina en mi corazón me hace deformar toda mi realidad. Solo vivo para dormir con mi hijo, leer los libros que me regalan por hacer reseñas y escribir en forma caótica de nuestra condición de desperdicios humanos. Toda la vida no puedes pensar lo mismo. Nada tiene importancia cuando te metes todas esas pastillas antidepresivas, cuando te da miedo dormir solo en una habitación donde estas rodeado de libros y películas y apuntes que ordenan tu vida y que a todos les llega al huevo. Fernando se queda callado. Me mira. Yo la convenceré  que sea mi mujer, no importa que tenga su hijo; va a ser mi mujer para siempre. No hables huevadas. La amo. Esa mujer me vuelve loco. ¿Y las primas? Las primas son las primas. No importa. Ella si me mueve. Hotel de las afueras de Huacho. Domingo. Ocho de la noche. Fernando paga veinte soles por una habitación menesterosa. Ella sonríe y mueve su lengua de un lado para otro. Lleva una minifalda. Un polo blanco que se le trasluce el sostén apretado. Sus piernas brillan en la luz de neón. Empuja la puerta. Tres espejos reproducen sus perfiles. Fernando la tira a la cama y ella lo contempla con una mirada desafiante. Se saca el polo apretado y desabrocha el sostén. Sus pechos erguidos contaminan de sensualidad las paredes del hotel mugriento. Lentamente se para y deja caer su minifalda. Una diminuta tanga roja evapora el sudor de las manos de Fernando. Desnuda frente a él, le pide intempestivamente que la monte como la primera vez, que le dé duro como esas noches adolescentes, que le haga gemir y entorpezca el sueño de los viajeros o que se una a los arrullos entonados hacia el Dios Baco. Fernando pone sus manos en su cadera filosa y se mueve al ritmo de la noche. Entonces se va evaporando como la bruma de un dibujo japonés milenario. Fernando está a mi lado y veo en sus ojos negros la historia de desamor que ahora también me embarga. Tenemos que irnos y dejar a esa mujer en medio de la carretera, le digo. Nos dirigimos hacia el Audi negro. Llegamos y nos paramos frente al auto. La mujer gime desesperada. Ernesto la tiene sentada en el timón. Una pierna sale por una de sus ventanas. Fernando me mira y sonreímos. Sabes lo que es el amor, le digo. ¿Qué? Todo aquello que se refugia en el silencio. Sí, en silencio. La mujer no para de gemir.                

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