Ru
Ru
tienes las tetamentas muy pequeñas. Cuando tenía doce años pensaba que era
varón porque no me crecían. No me importaba mi vagina. No tener tetas me
impedía ser mujer. Fue entonces que me empezaron a crecer. Los dos, desnudos, nos
contemplamos desde la imagen que proyecta el espejo que cuelga del techo. Te
das cuenta que mis pechos son separados. Son raros. Toco con mis dedos sus
diminutos pezones. Le explico que no hay un término correcto para designar las “tetas”.
Tetas es un término para las mamas de
los animales. Tampoco es pecho porque es un término para los varones. Ni muchos
menos pezones porque ese es la punta marrón que tenemos los varones y las
mujeres. Me gusta que las mujeres le digan “bubis” pero lo caricaturesco
siempre ha estado presente cuando designamos nuestros órganos sexuales. Me
gusta que se le llame tetamenta aunque no esté recogido en ningún diccionario y
sea Gabriel García Márquez quien lo propuso. Mira mis ojos marrones y se acerca
para darme un beso. Siento como su lengua lentamente entra en mi boca. Me
confiesa que le gustan los bellos de mi pecho y mi barba. Me hace recordar esa canción
de Alejandra Guzmán que escuchaba de niña. Sonrío. Sigo contemplando su cuerpo desnudo
que se proyecta en el espejo. Deseo fotografiar su cuerpo pero me impide la
idea de que me malinterprete. ¡Cómo explicarle mi teoría sobre la belleza! ¡Cómo
explicarle que su joven, esbelto y delicado cuerpo es la perfección estática
del tiempo! Me quedo en silencio. Me hubiese gustado llamarme Emma como el
personaje principal de Madame Bovary. No, tú eres Ru, como el inicio de la novela
Lolita de Vladimir Nabokov. Lolita, luz de mi vida, fuego de mis
entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo – li –ta: la punta de la lengua emprende un
viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en
el borde de los dientes. Ru se ríe y me otorga un beso ingenuo y tímido. Tienes
unos hermosos ojos. Unos hermosos ojos. Enamorarías de por vida a cualquier
mujer pero a mí no. Eres demasiado perfecto para el amor. Vuelvo a sonreír. Le
digo que Flaubert fue un genio porque fue el único en el universo que puedo
retratar el alma y el amor de una mujer. Los deseos más ocultos de toda mujer
se encuentran en Madame Bovary. El médico Bovary representa la seguridad que
toda mujer busca en la experiencia. Un amor fiel, admirativo y sincero. Rodolphe
Boulanger representa el erotismo que toda mujer oculta pero es insaciable en su
búsqueda. La idea de ser sometida y encontrar el goce. Finalmente, Leon Dupuis
representa el amor egocéntrico. Es el más duro porque se da en un momento
determinado de una mujer cuando descubre que su belleza ya no es su instrumento
para enamorar o ser admirada. Es el dolor más grave que pasa una mujer. A estos
personajes prototipos se suma el clima de indecisión que está presente en toda
la novela y es una característica innata de la mujer. Su cabello su envuelve en
mis manos mientras hacemos el amor. Mi lengua transita lentamente por su
cuello. El ritmo de su respiración es agitada. Su sudor se pierde en los largos
pasadizos del hotel. Doscientos siete. Espejos en el techo y en las paredes
laterales. Una cama con sábanas blancas y su cuerpo delgado floreciendo en los
bordes mi piel. Sé que no la volveré a ver. No se deja amar. Nunca lo ha hecho.
El amor es cuestión de poetas, me dice. Tuviste suerte esta noche pero no se
volverá a repetir. La oscuridad toma otra vez nuestros cuerpos y volvemos a la
mesa redonda: un bar de Barrios altos. Miguel, ella y yo bebiendo con el solo
motivo de discutir sobre nuestras lecturas, nuestros demonios y nuestras dudas.
Las cervezas pasan lentamente. No se acumulan en la mesa. El mozo viene, cobra
y se lleva la botella vacía. Miguel cuenta sobre la única novela que escribirá
en su vida. Se emparenta con la novela Bajo
El volcán de Malcolm Lowry. El día de los muertos de 1938 es una jornada
aciaga para el cónsul británico en México. Geoffrey Firmin, un hombre
alcohólico, arruinado por los fantasmas de su mente y de su pasado y cuyos
oscuros sentimientos de culpabilidad alimentan una soterrada voluntad de
autodestrucción. No me importa cuánto tiempo me demore, me dice Miguel. Me
importa que se me recuerde porque escribí una sola novela. Todos mis saberes
serán volcados: las novelas peruanas del treinta, mis boleros, Barrios altos y
las cantinas donde hemos visitados. En sus páginas existirá la melancolía de mi
existir. Los borrachos empiezan a llegar. Estamos solo los dos. Son las doce
del mediodía. Hemos tenido que tocar el portón azul de fierro para que nos
puedan abrir. Unos de los bares más emblemáticos de Barrio altos, me afirma
Miguel. Timbra su celular: estamos frente a la plaza Italia. Le enseño los
libros que he comprado. Poesía peruana y novelas del noventa. Estoy condenado
de leer novelas de esa época, le digo. Los noventa es la peor época de la novela
peruana. Miguel menciona a los escritores generacionales que valen la pena. “Los
noventas” será recordada como una época donde no encontraremos nunca autores
sino textos. Una cartografía de autores anónimos. Miguel coge de mi bolsa un
texto de Walter Benjamín. ¿Qué te parece? Todavía no lo he leído pero tengo mis
dudas con Benjamín. Historia y relatos
(Modernos y clásicos de Mychnik editores, 2000) colección de relatos donde Benjamín
reflexiona sobre su devenir existencial. Miguel ojea el libro y me señala la
página 72: “Potemkin sufría depresiones más o menos periódicas durante las
cuales nadie podía acercársele y la entrada a sus aposentos estaba
severísimamente prohibida”. Levanta el vaso de cerveza y brindamos por el amigo
ido. Entonces recuerda la biblioteca de los hermanos Tovar que fue rematada en
Amazonas hace unos diez años. Los dos hermanos eran homosexuales y se habían dedicado
toda su vida a recopilar textos teatrales. Toda la historia del teatro del Perú
estaba en su biblioteca. Cuando murieron nadie le importó su biblioteca y fue rematada. Cada libro costaba dos soles. Todos estaban encuadernados. Una
jovencita con cabello amarrado y mochila violeta se acerca a nuestra mesa.
Pensé que te habías perdido. Miguel me presenta a su amiga. Se sienta, coloca
su mochila a su costado y pide una cerveza. Miguel, compré Lolita y la Antología de la
vanguardia latinoamericana que me recomendaste. Saca de su mochila los dos
ejemplares. Contemplo su alegría. Le lleno el vaso. Se lo bebe de un sorbo. Tenía
mucha sed, afirma sonriendo. No le importa los alcohólicos que nos rodea. Los
tres en el centro del universo decadente. Los tres con nuestros demonios,
nuestros temas repetitivos mientras “Los compadres” suena en la rockola. La noche
avanza y empiezo a fotografía a los alcohólicos que me rodean. No se molestan.
Fotografía uno: dos mujeres bebiendo solas. Fotografía dos: un hombre exhalando
terocal. Fotografía tres: un grupo de amigos juegan cacho. Fotografía cuatro:
Miguel bebiendo. Al fondo un hombre dormido en su mesa. Miguel defiende la migración.
Lo justifica por ser la consecuencia de la violencia en las décadas de los
ochenta. Un verdadero limeño es aquel que posee tres generaciones que han vivido en la ciudad y
han sido asistido por la Beneficencia de Lima. El indigenismo es un
imaginario cultural que se creó para empoderar económicamente a una clase y
desplazar a otra, afirmo. Ru se queda callada. No quiere opinar. Ella es
natural del Cuzco. Sus dos apellidos son cuzqueños. Miguel me contradice y
afirma que mi análisis sobre la migración es parcial aunque cite a Galindo y Matos.
Ru rompe su silencio y le dice a Miguel que es un hijo de puta. ¡Calla loca!
¡Estás loca! Tranquilo, Miguel. ¡Está loca, hermano! Nunca afirmé que seguía amando
a Andy. ¡Nunca lo hice! Ru tira el vaso al piso. La cerveza se desborda entre
nuestros zapatos. Nos quedamos en silencio. Una de las dos novelas póstumas de
Oswaldo termina de una manera aberrante, dice Miguel. Le sugerí que no lo haga
pero me contestó que se iba a morir y muerto nadie iba a reclamarle nada. ¡Que
se jodan todos! ¡Salud por Oswaldo! Nos
paramos y chocamos nuestro vaso. Ru me dice al oído que la lleve a un hotel.
Miguel se queda postrado en la mesa del bar como Hudson Valdivia, como Martín
Adán. Me pongo mi saco negro. La plaza Italia se erige frente a la noche. Ru me
toma de la mano y nos perdemos en la noche, en su noche, en mi noche.
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